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Ficción y realidad

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Farit Rojas

En octubre de 1704 un barco corsario llegó al archipiélago Juan Fernández a 600 kilómetros de las actuales costas chilenas, se aprovisionó de madera y agua para continuar su viaje, sin embargo, uno de sus pasajeros se negó a volver a subir al barco, señalando que se lo debía reparar, de lo contrario se hundiría. El capitán se negó a la reparación y dejó en una de las islas del archipiélago al terco pasajero. Días más tarde, el barco efectivamente se hundía frente a las costas peruanas sin dejar sobrevivientes. El terco solitario se llamaba Alexander Selkirk y pasó cuatro años y medio en soledad en esa isla que hoy lleva su nombre, hasta que el 2 de febrero de 1709 un barco corsario inglés lo rescató. En 1713 contó su historia al periodista Richard Steele, quién lo publicó en el periódico The Englishman el 3 de diciembre de 1713. Daniel Defoe leyó la historia que le inspiró para escribir su versión de la soledad de un hombre que sobrevive en una isla bajo un entorno hostil en su novela Robinson Crusoe de 1719, sin embargo, en vez del archipiélago Juan Fernández la aventura sucede en una isla cercana a Venezuela, y no por cuatro años y medio, sino por 28. En este caso estos hechos fantásticos de la realidad inspiraron una novela y, generalmente, el sentido común nos dice que así debe ser, es casi imposible que se escriba primero una novela y luego suceda la ficción en la realidad. Decimos «casi» porque hay ejemplos, murmuramos uno a continuación.

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En 1898 el escritor estadounidense Morgan Robertson escribió una novela titulada Futility (La inutilidad, en su traducción al castellano), en la que un inmenso transatlántico con el nombre de Titán naufraga una fría noche de abril luego de chocar contra un témpano de hielo. El Titán tenía 70.000 toneladas, medía 800 pies de largo, tenía una triple hélice y podía alcanzar una velocidad de 24 a 25 nudos. Llevaba a 3.000 personas y no contaba con suficientes salvavidas, en la novela se lo califica como «el inhundible». Pues, bien una noche de abril de 1912 el transatlántico Titanic se hundía después de chocar contra un iceberg, tenía 66.000 toneladas, medía 882 pies de largo, tenía una triple hélice y podía alcanzar una velocidad de 24 a 25 nudos. Llevaba a 2.225 personas y no contaba con suficientes salvavidas. Antes del naufragio, el Titanic también fue llamado «el inhundible».

Para Morgan Robertson la novela Futility representaba, desde su título, el final de un ciclo idílico de la civilización occidental. El hundimiento de la mayor proeza de la civilización, un transatlántico, debía dar paso a develar la barbarie que se asomaba. En 1914, dos años después del hundimiento del barco real, empezó la Primera Guerra Mundial que cobró la vida de más de 10 millones de habitantes.

(*) Farit Rojas es docente investigador de la UMSA