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100 años: Masacre de Uncía

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José Pimentel Castillo

El 4 de junio se conmemoró 100 años de la Masacre de Uncía, suceso que conmovió al país por la forma sangrienta en que el Estado defendía por encima de todo los intereses de la oligarquía minero-feudal.

Con el triunfo de los liberales en la guerra civil (1898) se consolidó el desarrollo de la minería del estaño y la implantación del centralismo con su capital, La Paz. Las banderas agitadas contra los conservadores: federalización, desarrollo con la iniciativa privada, la creación de un poderoso ejército nacional, el desarrollo de la educación, tierra para el indio y la justicia social para el obrero, no dejaron de ser consignas para lograr incorporar a la pelea a los indígenas con Zarate Willca y los mineros de Colquechaca y Corocoro; al final las cosas quedaron como siempre, consolidándose un Estado donde una minoría de empresarios mineros y hacendados podía ensanchar y precautelar sus intereses.

Los intereses privados ligados a los extranjeros cambiaron el país. Antes de que se firmara la paz (1904), se permitió que capitales chilenos llegaran al país y se adueñaran de las minas: Corocoro, Llallagua, Huanuni, San José, Totoral, Colquechaca, Colquiri; se construyeron los ferrocarriles Antofagasta-Oruro (1892) y Arica-La Paz (1913); el volumen de las exportaciones subió: en el estaño llegó a 29.280 TMF (1918) y en el cobre a 23.812 TMB (1915), cifras nunca más alcanzadas.

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Las mercaderías del exterior invadieron el mercado nacional desplazando la producción propia, el azúcar y el arroz que venían de Santa Cruz fueron sustituidos por el argentino y peruano; el trigo y la harina de Cochabamba por una de origen chileno y norteamericano; la bayeta y el tocuyo originarios sustituidos por telas persas y casimires ingleses. La modernidad tenía un costo: el saqueo de nuestros recursos naturales y la explotación de indios y obreros.

Jaime Mendoza, al referirse a Uncía, expresaba: “Esta es la tierra riquísima en que yo soñé como un iluso. ¿Dónde está la grandeza?, ¿dónde está la plata? Yo no veo aquí más que miseria.” Esta situación era resistida por los obreros con tumultos que no eran sino expresión de su impotencia frente al capital; para controlarlos, desde 1905 se fijó la presencia militar en la región.

En 1923 la lucha tomó otro carácter; las fuerzas vivas de Uncía convocaron a una marcha y mitin con motivo del 1 de Mayo, se concentraron más de 5.000 personas, acordando crear la Federación Obrera Central de Uncía (FOCU) a la cabeza del minero Guillermo Gamarra; a la par, se solicitaba la expulsión del súbdito chileno Díaz, gerente de la empresa minera Llallagua, concordando con el presidente Bautista Saavedra, que en su campaña electoral había levantado la consigna “Volver a Antofagasta”. La FOCU agrupaba a la diversidad de trabajadores que vivían en la región: mineros, empleados, artesanos, sastres, peluqueros, abogados, todos sectores de trabajadores que habitaban la urbe, con cerca de 35.000 habitantes. Su estructura era territorial y no se circunscribía a una relación obrero-patronal, al contrario, implicaba la unión de todos en una especie de central popular.

El pliego fue entregado al representante presidencial; la respuesta fue la dictación del estado de sitio; las fuerzas represivas fueron reforzadas con la presencia de cuatro regimientos; posteriormente, el 4 de junio, fueron detenidos los principales dirigentes de la FOCU y otras personalidades de Uncía, supuestamente comprometidos con trajines subversivos; la población se volcó a la plaza Alonso de Ibáñez, donde se ubicaba la subprefectura y estaban los detenidos, para exigir su libertad; la tensión aumentó cuando a las cinco de la tarde se sumaron los mineros de la punta que salieron del trabajo; los dirigentes Gamarra y Rivera pidieron a la multitud que se retire sin provocar conflicto. Nadie se movió, al contrario, se agitó cuando llegó Diaz; el repudio de la gente fue contestado con un disparo del gerente a un trabajador, mientras el mayor Ayoroa disparó su ametralladora; fue la señal para que la tropa descargara su fusilería. Ayoroa en su informe al Presidente señala: “se dispararon aproximadamente dos mil tiros sin dar en el blanco”, para dar “un serio escarmiento” a quienes “pretendan formar algo así como un soviet”, “me vi obligado a hacer uso de mi ametralladora con el resultado de 4 muertos y 11 heridos”.

La realidad fue otra. La multitud fue dispersada a bala, dejando tras de sí una gran cantidad de muertos y heridos, los que serían rematados y recogidos para ser amontonados como leña; luego fueron incinerados en los hornos de calcinación o arrojados a los cuadros de los veneristas; las calles se lavaron para no dejar huellas. Se procedió a la persecución, detención y confinamiento de cualquier sospechoso, la gente huía. La capital de la provincia Bustillo se vio desierta en los 22 meses que duró el estado de sitio y la declaratoria de zona militar.

Honor y gloria a los mártires obreros.

(*) José Pimentel Castillo fue dirigente sindical minero