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El cambio permanente

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Pablo Rossell Arce

El cambio es probablemente la única constante que tenemos en la vida. De lo único que estamos seguros es que mañana no va a ser igual que hoy. El universo se expande a una tasa de 73,2 kilómetros por megaparsec (un megaparsec es una unidad de distancia de aproximadamente 3,09 millones de años-luz).

Es insensato pensar que nos acostamos siendo las mismas personas que fuimos al levantarnos, al igual que es insensato pensar que nuestro día de mañana va a ser igual que el de hoy, incluso en casos en los que se trata de acciones repetitivas. Nuestros ojos perciben aproximadamente 10 Mb de información por segundo y nuestros oídos 1 a 1,5 Mb por segundo. Nuestra mente está expuesta a toda esa información y es nuestro filtro mental lo que determina cómo la vivimos.

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Muchas veces lo que sucede es que nuestra percepción del espacio-tiempo en el que vivimos se queda fija; vamos todos los días a trabajar en el mismo lugar, con la misma gente, a resolver los mismos problemas e interactuar de la misma manera. La forma en la que mentalmente nos acostumbramos a vivir —en este caso nuestro espacio laboral— es lo que nos hace repetir el mismo día durante los doscientos y pico días laborales del año. Esa es mucha repetición para un universo que está expandiéndose segundo a segundo.

Y entonces viene lo inevitable, viene el cambio: viene una nueva persona con una nueva idea, a la jefa se le ocurre que ahora va a informatizar tal o cual proceso, el Gobierno dicta esta u otra medida de ampliación de la ciudadanía (por decir cualquier cosa, la ciudadanía digital), la inteligencia artificial irrumpe en nuestra vida sin más costo que el de una conexión a internet, la empresa del lado decide usar IA y big data para su servicio al cliente, el Segip decide que la cédula de identidad puede estar en el celular, etc.

Y entonces tenemos que cambiar; cambiar nuestra forma de acceder y procesar la información, cambiar nuestras rutinas, cambiar la manera en la que interactuamos: dar clases en plataformas virtuales no es, para nada, lo mismo que en persona, las reuniones virtuales exigen un nuevo juego de habilidades y destrezas para exponer nuestro punto y convencer a nuestras colegas, la digitalización de nuestros archivos y documentos exige más conocimiento de nociones básicas de informática, etc.

Entonces tenemos que cambiar nuestras rutinas, aparece la sensación de pérdida de control del tiempo —control que nunca tuvimos, pues una hora tiene 60 minutos así nos paremos de cabeza—; vienen los temores por un posible cambio de jerarquías —la ciudadana tiene más derechos y más poder relativo—; el señor del fondo ya no es el experto en el proceso X. Y otras veces la inercia nos hace gravitar hacia la zona de familiaridad, que no siempre era la zona de confort, pues a veces estamos acostumbrados a que las cosas no sean satisfactorias pero que nos permitan quejarnos de lo mismo.

El cambio exige que —naturalmente— seamos otras personas. Y no sabemos cómo hacer eso. Los temores y desconfianzas son —desde el punto de vista individual— absolutamente lógicos: si ya no voy a guardar las dos copias del carnet de identidad, ¿qué va a ser de mi trabajo? Puede preguntarse alguno. Y la clásica: “es que auditoría me va a observar”.

La vieja escuela —dolorosamente presente— de presionar y “latiguear” a la gente porque “así las cosas salen”, tiene resultados bien limitados. El cambio en las organizaciones, para dar un nuevo servicio o para dar un servicio mejorado, o para generar mayores espacios de ciudadanía implica ocuparse y darse el tiempo suficiente para encarar las motivaciones emocionales que tiene la gente para ir hacia adelante o no. Y quién sabe, por ahí, de tanto poner atención en el asunto, la gente vaya cambiando en su interacción con sus amistades, en la calle, con su familia.

(*) Pablo Rossell Arce es economista