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Monday 13 May 2024 | Actualizado a 04:55 AM

¿El Salvador como modelo de exportación?

/ 4 de abril de 2023 / 01:19

Tal vez no haya semejanza de un país que durante décadas ostentara el nefasto título de campeón mundial de los asesinatos, las pandillas y la extorsión y que, en poco tiempo, bajaran los homicidios a menos de un dígito por cada 100.000 habitantes. De esa magnitud o trascendencia es lo que ocurre en El Salvador.

En 1994 tenía 9.135 asesinatos, una tasa de 138,2 por cada 100.000 habitantes, mientras en 2015 era de 103, todavía la más alta del mundo. Con las políticas de seguridad de Nayib Bukele, la tasa de homicidios bajó a 18,2 en 2021 y a 7,8 en 2022, convirtiéndose en uno de los países más seguros de América Latina, al menos temporalmente, y su presidente en el más popular de la historia salvadoreña.

Los interrogantes y cuestionamientos, sin embargo, no han dado tregua. Algunos son de naturaleza política, como que su estrategia anticrimen está anidada en los esfuerzos por concentrar el poder, que el combate a la corrupción parece no tener prioridad o que lo que hace es una espectacularización de la política.

En algunas otras objeciones, el Gobierno sí tiene que esforzarse por responder y elevar sus estándares, pues podrían terminar por deslegitimarlo. Entre ellas están las muertes bajo custodia en las cárceles, torturas, detenciones arbitrarias de inocentes, procesos judiciales plagados de irregularidades, persecución a la prensa, así como la coerción a la independencia judicial. No basta con esgrimir que “qué hizo la CIDH en los últimos 30 años, cuando las pandillas estaban masacrando a nuestro pueblo”. Pero las organizaciones internacionales tampoco pueden convertirse en palos en la rueda, menos aún, terminar del lado de los delincuentes, o como instrumento de contradictores políticos.

Partir de la base de que El Salvador es una democracia plena para cuestionar el modelo de seguridad de Buleke puede ser un error. El Gobierno apenas intenta reanimar una sociedad fragmentada, sitiada por los criminales, en la que buena parte del poder judicial ha estado a su servicio. Como señalaron Hugo Frühling y Joseph Tulchin, en Crimen y violencia en América Latina, no siempre está claro cuál debe ser la respuesta apropiada para aliviar la inseguridad ciudadana, máxime en un sistema de elecciones periódicas.

Tampoco las recomendaciones deben ser las de cruzarse de brazos o aplicar fracasadas recetas del pasado, pues sería ignorar a esa inmensa mayoría de salvadoreños que han comenzado a vivir un momento de paz y libertad y que lo agradecen profundamente.

Algunas preguntas que entonces sería pertinente formularse son: ¿qué tan sostenible es la política de seguridad de El Salvador?, y si ¿su modelo es exportable a otros países agobiados por la criminalidad?

En el primer caso, el presidente Bukele tiene un muy difícil equilibrio por delante. De perder gobernabilidad o desaprovechar la coyuntura para acelerar el crecimiento económico y las oportunidades laborales, correría el riesgo de que los grupos criminales puedan reagruparse y contraatacar, o que los expandilleros se vean atrapados en un nuevo ciclo de marginación y violencia.

La consolidación de la democracia y el Estado de derecho es sí o sí otro imperativo. Es la única forma en que la corrupción no deslegitime sus esfuerzos, y de facilitar que otros tomen la posta de la seguridad sin que el presidente asuma excesivos riesgos personales una vez entregue el poder.

En cuanto a lo segundo, la política de seguridad de El Salvador difícilmente pudiera ser exportable, tanto por el tamaño del país como porque allí existe una singularidad irrepetible y es el haber identificado con plenitud los 76.000 pandilleros que tenían que someter.

Aunque el modelo no sea plenamente transferible a países agobiados por la criminalidad, sí hay elementos que pueden inspirar. Allí cabe resaltar el liderazgo y la mano firme para recuperar la paz y la tranquilidad, los grandes operativos de captura y la urgencia de construir megacárceles y no meros centros recreacionales para los delincuentes.

John Mario González es analista político e internacional.

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Ucrania, la contraofensiva con paciencia

Las sanciones internacionales deberían afectar su capacidad tecnológica militar a mediano y largo plazo

John Mario González

/ 26 de junio de 2023 / 08:16

Las relativas rápidas victorias en Járkov y Jersón, en septiembre y noviembre de 2022, y la amplia expectativa por la reciente contraofensiva ucraniana han generado ansiedad e impaciencia en el difícil equilibrio de una operación militar que requiere de tiempo para consolidarse y la necesidad de propinar golpes contundentes a Rusia.

 Un resultado que, de ser limitado a corto plazo, podría conducir a una reducción de la asistencia militar de Occidente y la mayor resonancia de los planes de paz prorrusos de China, Sudáfrica y Brasil.

 Por ello, aunque Ucrania comienza a tener lentos avances en su contraofensiva en el sur, en la región Zaporizhia, resulta necesario tener claro que la apuesta estratégica de la guerra no es solo por su integridad territorial y, menos, la recuperación de unos cientos de kilómetros. Es por lo que debe significar: la libertad sin ambages del pueblo ucraniano de escoger su futuro, la emancipación del yugo ruso que soportó durante siglos y de la arrogancia militarista de una sociedad obsesionada por conservarse como gran potencia a costa de sus vecinos, como bien lo recoge Paul Kennedy, en su libro Auge y caída de las grandes potencias. Un yugo que ocasionó a Ucrania las hambrunas de 1932-1933 y 1946-1947, con las que Stalin quería convertirla en una “ejemplar república soviética”; que provocó millones de ejecuciones y exilios y hasta la proscripción durante décadas de su lengua nacional en su propio territorio.

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 De haber encontrado un triunfo fácil en Ucrania, sin duda que Rusia fuera una consecuente amenaza para Polonia, los Estados bálticos, Rumania, Moldavia y otros países, como ya fue durante décadas la tragedia de Europa Central que brillantemente describió Milán Kundera. O hubiera alentado a otras naciones a lanzar ataques similares contra sus vecinos más débiles.

Es por ello por lo que la apuesta de largo plazo debe llevar a Occidente a sostener el apoyo a Ucrania hasta cuando se asegure la derrota rusa.

 En primer lugar, porque en una guerra prolongada, la victoria ha correspondido a quien tiene la base productiva más fuerte. Además, nunca Occidente había estado tan unido en una guerra, con el PIB más elevado de la historia y con la tecnología más avanzada. Los países de la OTAN tienen el 45% del PIB mundial frente al 3% de Rusia, lo que hace posible un esfuerzo sostenido en la provisión del armamento, aun y si la guerra tomara varios años.

 En segundo lugar, una guerra duradera empeoraría el ya grave declive poblacional de Rusia. Un país que contaba con 159 millones de habitantes en 1910 y en la actualidad no sobrepasa los 144 millones, con una falta crónica de talento por el envejecimiento y la emigración de profesionales e incluso altas tasas de mortalidad por alcoholismo.

 Como tercer factor, las sanciones internacionales deberían afectar su capacidad tecnológica militar a mediano y largo plazo, en especial al depender en cierta medida de la importación de componentes y tecnología extranjera, razón de más para que las sanciones se intensifiquen.

 Como cuarto elemento, tal vez no sea prudente esperar ganancias territoriales muy rápidas, máxime si Rusia conserva un poder aéreo superior y tuvo siete meses para levantar las fortificaciones defensivas más extensas de Europa desde la Segunda Guerra Mundial.

 Adicionalmente, aunque Rusia ha perdido guerras, como la de Japón de 1905 o con Polonia en 1920, lo mismo que en Afganistán en 1989 (Unión Soviética), su militarismo podría responder al hecho de que sus derrotas no han sido tan rotundas que la obligaran a revisar la doctrina frente a sus vecinos. Una circunstancia que implica descartar cualquier cese de hostilidades que solo le darían tiempo para prepararse para una futura mayor invasión, como en Chechenia en 1999.

 Un contexto en el que la única opción para Occidente es la derrota de Rusia, así implique una contraofensiva sostenida o una guerra de años.

(*) John Mario González es analista político e internacional

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Una mente, un país, en problemas

Parte del problema es la corrupción y el aprovechamiento del Estado por parte de vastos sectores privilegiados de Colombia

John Mario González

/ 13 de junio de 2023 / 09:14

Con deferencia, la profesora Kathryn Stoner presentó el pasado 18 de abril los importantes logros académicos del presidente de Colombia, Gustavo Petro, invitado a la Universidad de Stanford en California. Stoner resaltó con elogios su largo inventario de posgrados, entre ellos una especialización en la Universidad de Lovaina y un doctorado en la Universidad de Salamanca. Cuando terminó, el ilustre visitante, quien escuchaba al fondo del escenario, saltó al atril para hacer su intervención.

Lo primero que debía haber dicho era que lo que se acababa de leer acerca de sus posgrados era falso. Que nunca cursó dicho doctorado y que ni hablaba ni todavía habla francés para adelantar una especialización en Bélgica. Eso de por sí resulta indecoroso e inadmisible.

Aunque lo penoso vino después. Petro quiso presumir de físico, filósofo, especialista en medio ambiente, historiador y discurrió por cuanto se le pasó por la cabeza, e incluso cuestionó la validez de las matemáticas en la economía.

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Por ello le envié una extensa carta al presidente de la Universidad de Stanford, Marc Tessier-Lavigne. Le manifesté no solo las falacias del discurso de Petro (disponible en YouTube), las afirmaciones ininteligibles o engañosas, las incoherencias sobre la Revolución Industrial, el carbón, la energía hidráulica, sino lo problemático para un país tener un presidente que se atreve a tanto en una prestigiosa universidad. Uno que pretende proyectarse como líder global en la lucha contra el cambio climático con caprichosas conjeturas.

No es la primera vez que lo hace. Ese complejo rasgo de personalidad se aprecia en su autobiografía Una vida, muchas vidas, en la que no hay menos de 100 falsedades y una gran megalomanía.

Un rasgo de personalidad, de quien se autodenomina intelectual, que permea todas las esferas del gobierno y que amenaza con estropear el futuro de un país de por sí atribulado. Es muy común que Petro destile afirmaciones que solo un fanático o imprudente podría proferir. Frases como que “las pérdidas de energía (robos) en la Costa (norte de Colombia) no son robos sino falta de plata para pagar”; que las autopistas son un despilfarro que “solo sirven para importar productos” que matan la industria nacional en beneficio de “los dueños del gran capital”, o que “si algunas actividades que hoy se consideran ilegales dejan de serlo habría menos crímenes”.

Dijo también que el carbón y el petróleo son más peligrosos que la cocaína. En creencias como esa apuntala tres pésimas iniciativas. La primera es promover, en la práctica, la legalización de algunas fases de la cadena del narcotráfico, como los cultivos ilícitos; la segunda es impulsar una política de “paz total”, que convierte al Estado en sumiso de los delincuentes y desconoce al narcotráfico como el principal propulsor de la criminalidad local. Y tercero, asume la transición energética como un dogma que no admite gradualidades, al punto de proponerse impedir la explotación de los minerales e hidrocarburos del subsuelo.

El resultado de las ocurrencias presidenciales es el gobierno de peor comienzo en la historia contemporánea de Colombia, que perdió las mayorías legislativas y tiene bloqueada la agenda de “reformas sociales”. Y como para el presidente el “gran enemigo” es el lucro y la economía de mercado, cuando los estudios contradicen sus propósitos de estatización, entonces no tiene problema en llamar a sus autores “malos economistas”.

Toda una constelación de confusiones conceptuales y engaños de una mente con problemas a los que se agregan los recientes escándalos y la financiación ilegal de la campaña presidencial. Un infortunio para el país. Por un lado, porque se defrauda a millones de colombianos que ansiaban un cambio, a quienes solo ofrecieron fórmulas de socialismo. Y por otro, porque el prematuro fracaso del gobierno podría llevar al establecimiento y las élites a creer que no pasó nada, cuando, de fondo, parte del problema es la corrupción y el aprovechamiento del Estado por parte de vastos sectores privilegiados del país.

(*) John Mario González es analista político e internacional

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¿Retroceso democrático en la región?

Por si se hubiera olvidado, se nos recuerda que tenemos democracias volátiles, al filo de la navaja

John Mario González

/ 29 de mayo de 2023 / 08:38

Primero fue Perú, luego Ecuador y ahora ¿Quién seguirá? A diferencia de quiebres puntuales de la democracia en algún país de América Latina en las últimas décadas, esta ocasión es particular en términos históricos porque no solo hay dictaduras en Cuba, Nicaragua y Venezuela, sino, además, varios países están en vilo. Un reflejo del desencanto y deterioro acelerado de la gobernabilidad que amenaza la estabilidad política. Si bien en el caso de Ecuador se dio una salida al fin y al cabo institucional, no deja de ser muestra de su erosión por el voraz aumento de la violencia, del narcotráfico, las agudas fracturas políticas y la crisis fiscal.

 Precisamente, después de la oleada más extensa de democratización en América Latina, desde las transiciones de mediados de los años 80, bastó que se cerrara el grifo en el 2013-2014 de los ingresos extraordinarios de la bonanza de las materias primas para que el malestar se apoderara de las calles. Luego vino el puntillazo de la pandemia y una recesión democrática recorre los países de la región como un fantasma.

 Por si se hubiera olvidado, se nos recuerda que tenemos democracias volátiles, al filo de la navaja, que no logran sentar las bases de lo que el sociólogo estadounidense Seymour Martin Lipset llamaba las precondiciones de la modernización y el crecimiento económico. Predicadas hace más de medio siglo, las tesis de Lipset parecen cobrar vigencia en América Latina.

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 Aunque la democracia en la región no ha gozado de plena mayoría de edad, sus trances de auge han estado asociados a los dos mejores momentos económicos recientes. Esto es, hacia 2006 y 2007 del presente siglo y mediados de los años 90 del siglo pasado. En eso coinciden los datos del Latinobarométro desde 1995.

 He allí en consecuencia un problema profundo y no es precisamente de la democracia, que es finalmente no más que un modelo. El asunto hunde sus raíces en la incapacidad de la sociedad de gestionar sus problemas crónicos y de generar bienestar sostenible o redistribuirlo para la mayoría de su población.

 La consecuencia lógica es de sobra conocida: desbordadas demandas ciudadanas, Estados débiles, con insuficientes recursos fiscales por la baja recaudación; sentimientos antiinstitucionalistas, precaria gobernabilidad y caudillos iluminados u oportunistas. En tales condiciones, predomina la improvisación, con líderes inexpertos que buscan capitalizar el descontento ciudadano vía la oferta de soluciones mágicas que alimentan un nuevo ciclo de decepción.

 Fenómeno que se reproduce hasta en las coyunturas de “bonanza económica”, como la década larga que transcurrió entre 2002 y 2014. Un periodo en el que gobernó en varios países el populismo o el socialismo del siglo XXI, algunos de los cuales no eran más que socialismos reciclados, y que sugeriría preguntarse si tal bonanza fue desaprovechada para sentar las bases de economías productivas, complementarias y con mayor integración comercial y de infraestructura.

 Las excepciones son realmente muy pocas. Están Uruguay, Chile, Costa Rica y Panamá, aunque apenas cubren 33 millones de habitantes, tan solo el 5% de los cerca de 660 millones de latinoamericanos. Lo de Chile llama la atención, pues parecía haberse sumergido en una espiral de inestabilidad desde octubre de 2019, después de haber sido referente democrático y social de la región durante buena parte del siglo XX. Sin embargo, decidió resolver de forma admirable profundas diferencias y puede salir muy pronto más fortalecido que nunca. Luego está el caso de México, que es realmente complejo.

 De resto, en varios de los más grandes países de América Latina gobiernan líderes nostálgicos de aquellos “tesoros” súbitos de los precios extraordinarios de las materias primas o erráticos y confusos como Gustavo Petro, el presidente que arrastra a Colombia hacia la ingobernabilidad.

 Pero como los tiempos económicos actuales arrojan más amenazas que certidumbres, el bache en el que ha caído la democracia arriesga prolongarse o convertirse en un retroceso, pues la fórmula democrática no es inevitable ni su supervivencia está garantizada.

(*) John Mario González es analista político e internacional

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La incesante agitación volcánica

Precisamente, solo el vituperado FMI puede evitar el abismo, al menos en el corto plazo

John Mario González

/ 15 de mayo de 2023 / 09:56

En agosto de 2001, se celebraba la Cumbre del Grupo de Río en Santiago de Chile. Los presidentes estaban preocupados por el posible impago de la deuda pública argentina y sus impactos en la reducción del comercio con los países de la región, el contagio financiero o la inestabilidad. Le pidieron entonces al presidente chileno, Ricardo Lagos, que hablara con el mandatario estadounidense, George Bush, para buscar su ayuda.

Al día siguiente, y después de preguntarle si actuaba a nombre de América Latina, el presidente Bush avaló un préstamo a Argentina. La gestión de Lagos fue muy significativa, aunque no impidió que solo cuatro meses después estallara la crisis con sus devastadores efectos.

Pero como la historia tiende a repetirse, Argentina es de nuevo un avión en vuelo con una bomba de relojería en su interior. No solo es la ya permanente crónica del país austral, sino la reproducción de una película que el continente ha visto en numerosas ocasiones, como la que precedió la de comienzos de los años 80. Y es que después de absorber los excesos de liquidez de los países exportadores de petróleo, en calidad de préstamos, se desencadenó un ciclo de endeudamiento que, con la consiguiente inflación y aumento de los tipos de interés en la era Volcker en Estados Unidos, provocó que los pagos de la deuda se hicieran insostenibles. Lo que prosiguió es la bien conocida década perdida de América Latina.

Un continente que, con la honrosa reciente excepción de México, depende de la exportación de materias primas, con poca complementariedad entre sus economías, por ende, escaso comercio intrarregional y muy vulnerable a los choques externos. Muy expuesto, por tanto, a las hondonadas de los ciclos económicos como a cualquier fenómeno súbito, llámese desplome inmobiliario, corrida bursátil o conflicto internacional.

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El contexto económico global es todavía más favorable que el de comienzos de los 80 o el del filo del nuevo siglo y debería permitir un margen de maniobrabilidad. Sin embargo, los riesgos internacionales también son latentes y las condiciones internas del país se han agravado, al punto de que pocos dudan de que habrá una inevitable cuantiosa devaluación.

A la espiral inflacionaria argentina, que podría superar el 120% en el corto plazo, se suman la moderación de los precios de las materias primas, la sequía, condiciones financieras mundiales más restrictivas y presiones inflacionarias subyacentes persistentes, así como las recientes turbulencias internacionales del sector financiero. El mismo Fondo Monetario Internacional acaba de actualizar las perspectivas económicas a la baja para América Latina, con un exiguo crecimiento de 1,6% del PIB en 2023, y el mundial de 2,8%.

Ahora bien, por supuesto que la Casa Blanca no quiere que Argentina explote, pero las alarmas también suenan por el lado de los altos niveles de endeudamiento. Si en 2001 la deuda argentina representaba el 53,8% del PIB, en 2023 es cercana a 85%. En general, y aunque para el continente ha cedido desde máximos históricos de 2020, nunca se había visto un nivel de endeudamiento tan elevado en tiempos de paz. De las pocas excepciones están los casos de Chile y Perú, este último también por su desempeño macroeconómico.

Así las cosas, Argentina se ha venido quedando sin bazas. Hasta el presidente brasileño Lula da Silva prometió que iba a hablar con el FMI para que “quite el cuchillo del cuello de Argentina”, pero su amigo, el presidente Alberto Fernández, regresó de Brasilia con las manos vacías.

Precisamente, solo el vituperado FMI puede evitar el abismo, al menos en el corto plazo. Claro que la confianza es baja y el organismo financiero internacional arriesga a perder credibilidad por la benevolencia con que trata a Argentina desde el acuerdo de 2018, sin que se evidencie suficiente voluntad de cumplir de su contraparte. Es que es imposible saber qué pesa más en el interés del peronismo: si resolver la crisis o retener el poder.

(*) John Mario González es analista político e internacional

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Empobrecer en nombre de los pobres

Es difícil imaginar a las élites colombianas dedicadas a sostener un presidente disminuido

/ 4 de mayo de 2023 / 08:40

En sus épocas juveniles y en nombre de los pobres, Gustavo Petro intentaba tumbar gobiernos con su movimiento guerrillero. Luego, como senador, escudado en los más desfavorecidos, también “jugaba” a la desestabilización del gobierno de Iván Duque en las feroces protestas de 2021. Por entonces recomendaba la organización de comités de defensa barrial y escenarios para “acumular fuerzas para lo que seguía”.

Pero como la política es dinámica, el ahora presidente colombiano corre el riesgo de repetir la historia de su amigo, el destituido expresidente peruano Pedro Castillo. No por alguna conspiración, sino por errático, el empobrecimiento y la ingobernabilidad que se cierne sobre el país.

Si bien la formal democracia colombiana es una de las más estables de América Latina, el mandato de Petro es el de peor comienzo en su historia contemporánea. Ni siquiera Ernesto Samper, que lo dejó en bancarrota, o Andrés Pastrana, de quienes se llegó a especular que podrían no terminar sus periodos.

Adicionalmente, sus propuestas son las de un fundamentalista falto de sentido práctico, que desdeña del lucro y el capitalismo. Como los islamistas más radicales, según lo describiera el historiador Daniel Pipes, que tiraban los televisores a los ríos y rehusaban el motor de combustión interna. El fanatismo de Petro se mide al decir que el carbón y el petróleo son más peligrosos que la cocaína, o que las autopistas son un despilfarro que “solo sirven para importar productos” que matan la industria nacional en beneficio de “los dueños del gran capital”.

Hasta propuso cortar de tajo la exploración petrolera y la gran minería a cielo abierto, para un país que es precisamente de lo poquísimo que exporta. Ni Evo Morales en Bolivia se atrevió a tanto. Y eso que nacionalizó los hidrocarburos, cuyas adversas consecuencias de mediano plazo ponen al país en riesgo de una fuerte devaluación y la vuelta al ciclo de mayor pobreza.

Un espejo de lo que se aproxima para Colombia, pues, además de políticas suicidas, los hidrocarburos caen de precio, mientras el cobre que producen Chile o Perú se mantiene alto.

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Pero como su causa no es otra que la ideológica, la del socialismo estatizante, eso es lo que recogen sus propuestas de reforma a la salud, laboral y pensional que han causado gran desconcierto y arriesgan su rechazo legislativo.

He allí una tercera gran diferencia. Sus mayorías parlamentarias son exiguas, con un Congreso más fragmentado que el de los años 90, con fuerzas políticas sin afinidad ideológica que comienzan a mostrar voluntad opositora.

Claro que las perplejidades son inagotables. Desde un gabinete ministerial con radicales activistas o un gobierno que dice promover el turismo y diversificar exportaciones, pero con cero resultados. Un presidente de profusa inventiva que propone trenes elevados majestuosos, donde no hay ni siquiera carreteras, o redes eléctricas entre la Patagonia y Alaska; que promueve la legalización de las drogas, pero que se indigna cuando el fiscal general le pone el dedo en la llaga.

Su propuesta de “paz total” no avanza y no tiene cómo. Sencillamente desconoce al narcotráfico como el propulsor de la gran criminalidad en Colombia —y si no pregunten en Ecuador—, mientras los grupos armados ilegales se fortalecen y se agrava la pérdida de control territorial, lo que generará mayor violencia. Por si fuera poco, el círculo familiar del presidente aprovecha su cercanía con el poder para corromper u obtener dádivas.

Cabría preguntarse entonces, ¿es preocupante o no la pérdida acelerada de gobernabilidad? o ¿qué secuelas podría tener?

No es fácil una respuesta breve, pero es difícil imaginar a las élites colombianas dedicadas a sostener un presidente disminuido que las ha desafiado durante décadas con planteamientos equivocados de vetusto manual socialista. Como también es difícil pensar que no tenga consecuencias el desconcierto, el empobrecimiento del país y promesas que terminan en agua de borrajas, como otorgar medio salario mínimo a 3 millones de mayores pobres no pensionados.

(*) John Mario González es analista político e internacional

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