Antígona, cenizas como sueños
‘Antígonas’ es la obra más atrevida/desafiante de los últimos años en la escena teatral boliviana
No hay una sola, hay muchas Antígonas. La primera fue hija de Edipo y Yocasta; hermana de Ismene, Eteocles y Polinices. Aquella Antígona desafía a los hombres y entierra a su hermano Polinices, el traidor. El rey de Tebas la condena a ser encerrada viva en una tumba. Ella desobedece, no se resigna, se ahorca. El mito nos persigue desde el siglo V antes de Cristo; pero Antígonas hay muchas.
Es noche fría de San Juan y estamos frente a otras Antígonas. “A veces pienso que yo no debería morir sino comer tierra”, dice la hermana/madre. Morirá igual y será ataúd, será tierra, será locura.
Antígonas es la obra más atrevida/desafiante de los últimos años en la escena teatral boliviana. Asume riesgos y los gambetea con solvencia. Es una puesta en escena colectiva, fruto del trabajo y talento de cinco mujeres. Dirige Katherine Bustillos Vila (de Mímesis Teatro) y actúa Samadi Valcarcel (de Teatro Feroz). Antígonas es un grito que se come —con papa frita— el lado más patriarcal/colonial que todos llevamos dentro. Entramos a oscuras a la sala de El Bunker y salimos iluminados.
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Una mesa/banquete nos espera adentro. Nos van a hablar de muerte y comida. Y de familia. Ya se sabe, sin mesa no hay familia. El padre morirá de cáncer de estómago, la mujer será asesinada y colgada (sobre la mesa). El padre, antes, se sacará los ojos. Antígona (una Samadi Valcarcel excepcional en un monólogo brutal/descarnado de 35 minutos) cree que su estómago la va a devorar. Comer. Tragar. Triturar. Una muela que no tritura es inservible. La comida es peligrosa, enseña a triturar.
Antígonas tiene 10 escenas. Cada una de las cinco directoras se ha hecho cargo de dos. Ninguna sabe lo que está haciendo la otra (o casi). Ellas son Francia Oblitas, Elena Filomeno, Gabriela Paz, Gladys Cruz y Sasha Salaverry. Vienen de la dramaturgia, el performance y las artes visuales/sonoras. Podía haber sido un “ch’enko total” pero no lo es. Podía haberse quedado en un experimento teatral pero va más allá; es un ensamble preci(o)so.
Cada una ha sentido la libertad para crear, sin miedos/tapujos. El resultado es una obra de teatro cuestionadora/rupturista. Un objeto repujado que no se parece a nada; quizás a una escena de película de Fellini con una cabeza emergiendo desde el centro de una gran mesa; acaso a una pintura negra, a un cuadro de Boccaccio. Esta reseña se podría llamar El triunfo de la muerte, como la obra de Pieter Brueghel, el Viejo.
La Antígona que tenemos delante escucha un ruido ensordecedor. Solo lo escucha ella. ¿El reproche, la culpa, la condena? Antígonas es un grito contra la explotación de las mujeres; las que cuidan/miman, las que cocinan y ponen la mesa, las que lavan los platos, las que lo limpian todo “para sanar”, las que entierran cuando está prohibido enterrar (como en el COVID).
La obra arma imágenes poderosas: el polvo que todo lo impregna; las torturas psicodélicas con música industrial; la mujer cargando el mundo sobre su espalda. Tiene un cuidadoso trabajo sonoro que crea atmósferas inquietantes. Tiene (por fin) un laburo audiovisual que se proyecta (y suma) sobre la maldita mesa con escenas de “muerte negra”.
La Antígona que está delante de nosotros (puro metateatro) es una joven actriz. Labura en oficina de día y actúa por la noche. Es la misma Samadi, que se desdobla, que de repente es ella misma. Una actriz que sabe que a nadie le interesa el teatro en Bolivia, ni siquiera a su propia familia. Lo único que sirve es comer. La comida es la familia que nunca tuvimos. Esta Antígona que habla y perturba asegura que cocina con odio. La buena comida se cocina en el fuego lento del rencor y la inquina.
No hay esperanza ni redención en Antígonas. Cuando la obra termina (con tímidos/perplejos aplausos), las cinco directoras y la actriz (verdaderas Antígonas reivindicando el teatro de mujeres) debaten con el público. Han parido sus lenguajes/estéticas, sus ritmos/narrativas, sus pesadillas y sueños, sus saberes y disciplinas. Una chica pregunta: ¿la liberación para Antígona es la muerte? Nadie responde, la obra (nihilista/punkie, melancólica, puro Beckett) habla por ella misma.
Ha sonado un bolero de caballería y todos sabíamos que se venía un final fatídico. Amiga, esto no deja de ser una tragedia griega/boliviana. Nuestra Antígona procede a enterrarse; abdica de sí misma. No verá su futuro, será lo que siempre ha querido ser: una Antígona más. Los platos sucios no los va recoger nadie. Las cenizas, como los sueños, cenizas son.
Post-scriptum: la obra —proyecto seleccionado en la I Convocatoria de Fomento a la Productividad Cultural y Creación Artística del Centro de la Revolución Cultural— volverá a La Paz a finales de este mes.
(*) Ricardo Bajo es un pinche periodista