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Mercados

/ 20 de noviembre de 2018 / 03:32

Importantes equipamientos de intercambio, los mercados en las ciudades son emblemáticos y de gran afluencia ciudadana. Tanto como edificios o como espacios exteriores, estos equipamientos se han desarrollado a lo largo de nuestra historia urbana con diferencias tipológicas claramente discernibles. Por ejemplo, en La Paz conservamos algunos tambos patrimoniales de la época colonial que cumplen una importante función en la cadena de distribución alimenticia. A ello se suman los edificios-mercado que más conocemos en el imaginario urbano: los construidos a principios del siglo XX. Algunos se conservan deteriorados, y otros han sido reconstruidos sin un diseño afortunado y son mudos testigos de nuestra manía por ser modernos a rajatabla: v.gr. el Lanza o el Camacho.

En estos tiempos posmodernos y de dinero a borbotones han aparecido otro tipo de mercados: el mall o el supermercado a la usanza gringa. Espacios alineados de anaqueles y letreros donde sacas productos y pagas en caja sin decir ni pío, sin ese fundamental intercambio social que existía antes. Cuando el supermercado está dentro de un mall, te rodean tiendas de marca y patios de comida que auguran sobrepesos y demás desarreglos de las futuras generaciones.

Pero existen alternativas al inevitable cambio de tipologías. Una de ellas está en la ciudad de Tarija. Deben visitar el Mercado Central de esa ciudad y constatar que un mercado puede ofrecer calidad de vida. Aquel mercado tiene esa cualidad por dos razones. Por un lado, exteriormente es un edificio correctamente diseñado para integrarse a una zona patrimonial. Replicaron, en lenguaje moderno, su fachada original y la desarrollaron en tres niveles y sótano sin afectar (con una altura desmesurada) el contexto urbano donde se encuentra que está próximo a la plaza principal.

La segunda razón es su interior. Tienes un espacio central amplio y lleno de luz natural que ilumina sus tres niveles que se comunican por ascensores, escaleras mecánicas y escaleras normales. Todo es cómodo e higiénico por la acertada selección de materiales. En la planta baja tienes carnes, legumbres, frutas, abarrotes. Y en los pisos superiores está su afamado “patio de comidas”. En ese segundo nivel se conservan las delicias culinarias tradicionales de la tierra chapaca (famosas desde siempre), dotadas de comodidades contemporáneas.

Se trata, pues, de un equipamiento discreto pero efectivo, para todos y todas sin excepción, sin alardes arquitectónicos desmesurados, y que responde a las necesidades actuales preservando la idiosincrasia, los valores culturales, brindando calidad de vida a una ciudad feliz.

* Arquitecto.

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Sobre mitos e ideologías

Carlos Villagómez

/ 30 de junio de 2023 / 07:44

La celebración del Año Nuevo Aymara, conocido como Willka Kuti o Mara T’aqa, despierta en la sociedad boliviana pasiones y desencuentros. Por esos crispamientos, es oportuno reflexionar sobre los mitos históricos y su instrumentación ideológica. Comencemos con dos citas de expertos, dirigidas a los cartesianos del pueblo: la primera, “no hay sociedad sin mitos”; y la segunda, “el pensamiento —o mejor, el comportamiento— mítico ha resistido el embate continuado del discurso racional”.

En 1979, un grupo de indígenas universitarios, ante el ninguneo de la izquierda tradicional, forman el Movimiento Universitario Julián Apaza (MUJA), con muchos objetivos en su ideario. Uno de ellos, recrear el Año Nuevo Aymara. Una decena de participantes van a Tiwanaku para el primer encuentro. Año tras año se van sumando cientos, luego miles de miles. Se propaga a El Alto, la Isla del Sol, nuestras apachetas, a otras ciudades bolivianas, etc. Después a Brasil, Argentina, creciendo más que ningún programa político tradicional.

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El ser humano es simbólico por excelencia, precisa de mediaciones —sean racionales o fantasiosas— para establecer vínculos sociales y lograr un sentido de pertenencia. A pesar del actual desarrollo científico, lo mítico está presente ¬ —aquí y acullá— porque son instrumentos sociales extremadamente funcionales cuando se derivan al campo de las ideologías. Por ejemplo, el programa del nazismo alemán o del actual QAnon en EEUU, ambos con discutibles mitificaciones raciales y oscuras conspiraciones, tienen miles de militantes porque “la mitología y la ideología se apoyan y se necesitan mutuamente”.

En nuestro caso, por ejemplo, la suma de años civilizatorios lograda es digna de recordar:  se suman los años desde 1492 (la llegada del imperio español) a la fecha. A esa cifra se adicionan cinco ciclos de 1.000 años, total 5.531 años de civilización aymara. Pero, ¿por qué cinco? ¿por qué de a mil? Incluso un pensador aymara apuntaba que esa cifra se queda corta y que estaríamos alrededor de los 160.000 años; es decir, seríamos el inicio, el alfa y omega, de todas las razas del orbe. ¿Importa que esta suma sea concebida con entelequias? Pues no. Lo real y comprobable es que estas narrativas y sus simbolizaciones calan profundo en el imaginario colectivo de las sociedades —mayormente en sociedades históricamente aisladas— y forman un sentido social con consecuencias históricas. Ejemplo: una parte del mito más exitoso de la historia de la humanidad, con más de 20 siglos de dominio en Occidente y el planeta, postula que la madre del Salvador fue embarazada por un ectoplasma. Sus apologetas lo llaman dogma de fe.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Urbanismo ciudadano

Carlos Villagómez

/ 16 de junio de 2023 / 07:52

Más allá de las instituciones y los técnicos existen otras alternativas para el desarrollo urbano. Estas se inspiran en acciones ciudadanas que van a contracorriente de la casta tecnocrática de lo urbano, el grupo profesional que surgió en la modernidad debido al crecimiento exponencial de las ciudades.

El historiador Ben Wilson, al final de su estupendo libro Metrópolis. Una historia de la ciudad (2020), apoya a las acciones ciudadanas como la solución ante la miopía institucional o la soberbia profesional: “Nuestra supervivencia depende del próximo capítulo de nuestra odisea urbana. No vendrá determinada por los tecnócratas o por expertos en planificación que reformen ciudades desde sus torres de marfil. Se construirá, y se sentirá con más intensidad, por parte de los miles de millones de personas que viven en las megaciudades y las metrópolis de crecimiento rápido en los países en desarrollo.”

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Ahora bien, ¿sabemos cómo se articulan estas iniciativas ciudadanas? Un ampuloso recuento de estas experiencias está en el libro Urbanismo Ciudadano en América Latina (2022), del Laboratorio de Ciudades del BID. En ese texto, cuyo consejo editorial está conformado por nueve mujeres (dato para resaltar), se presentan experiencias en toda la región (solo se consigna una en Bolivia) bajo el siguiente objetivo: “Este libro explora el movimiento emergente de urbanismo ciudadano como una forma innovadora de reivindicación de hacer y pensar ciudades desde, para y con las personas”.

Las ciudades bolivianas están organizadas en juntas vecinales con mucho poder decisional y encomiables trabajos colectivos. Aunque, por el momento, estas juntas vecinales han sido cooptadas por el poder político y cumplen la agenda del partido o la agrupación de turno, su capacidad organizativa está presente y puede ser la base para un futuro urbanismo ciudadano 2.0. Va un ejemplo. De los seis grupos de experiencias que reseña el libro del BID (Ciudad cultural, inclusiva, informal, móvil, resiliente y verde), me interesa el acápite de las herramientas digitales que se experimentaron durante la pandemia. Con esa base tecnológica la iniciativa ciudadana puede reconquistar su autonomía y lograr una mayor cohesión social integrando mecanismos digitales (simples aplicaciones) en nuestros celulares para coordinar, plantear y fiscalizar los proyectos municipales y las acciones ciudadanas en un intercambio horizontal entre institución y sociedad. Me permito presagiar que ese activismo digital aplanará la pirámide política y logrará una  simetría social entre gobernantes y gobernados; será un horizonte urbano, digitalmente integrado, sin los actuales intermediarios de la política.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Pesimismo y distopía

Carlos Villagómez

/ 2 de junio de 2023 / 09:02

He escrito sobre los efectos negativos de la revolución tecnológica (TIC, RRSS, IA, etc.) en sociedades inermes como la nuestra (atrasadas, dependientes, exportadoras de materias primas, culturalmente colonizadas, etc.). Todas reflexiones en un tono ácido y, sobre todo, pesimista. Sé que el pesimismo no es bien recibido por aquellos que encuentran la felicidad como el avestruz, hundiendo la cabeza en el suelo; ni tampoco por los militantes de tiendas políticas, que deben propagar el “futuro paradisíaco” profetizado por sus líderes. Diré, a modo de descargo, que este desencanto es pesimismo filosófico, puro vitalismo realista (ataviado de desesperanza) que interpreta mejor estos tiempos contradictorios e inasibles.

Sin embargo, el futuro de la revolución digital sí se presta para un pesimismo superlativo. Si consideramos que la mayoría de los ensayos solo vaticinan perspectivas apocalípticas, no nos quedaría más que sentirnos dentro del larguísimo e interminable túnel del subdesarrollo. A pesar de todo ello, aparecen nuevos pensamientos que insuflan oxígeno y optimismo a todos los desplazados globales que cohabitamos hacinados en dicho túnel.

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El joven hongkonés Yuk Hui ha escrito un libro inspirador en contra de la declarada distopía global: Fragmentar el futuro. Ensayos sobre la tecnodiversidad (2020). Políglota, tecnólogo y filósofo, este joven asiático propone una ruptura a la línea histórica del desarrollo tecnológico de Occidente. Hui plantea una fractura a la linealidad histórica occidental que enfila Premodernidad-Modernidad-Posmodernidad-Apocalipsis (que otros llaman Singularidad, momento donde el ser humano será desplazado y esclavizado por máquinas o cyborgs). Como estamos —estaremos— a merced de poderes fácticos, imperios globales (las llamadas BigTech), Hui propone fragmentar ese futuro distópico con el recurso de la tecnodiversidad, que al igual que la biodiversidad o cualquier diversidad actual (de género, de cultura, etc.), revierte pensamientos y actos despóticos con acciones plurales y colectivas. En la línea de la tecnodiversidad se podrán generar múltiples cosmologías tecnológicas, múltiples cosmotécnicas, correspondientes a cada cultura, a cada identidad, que lograrán fragmentar la convergencia sincronizada a la que nos quiere conducir Occidente.

Fragmentar el futuro. Ensayos sobre la tecnodiversidad es, a todas luces, un manifiesto revolucionario que pone una luz de esperanza al final del larguísimo túnel del subdesarrollo. Es toda una propuesta descolonizadora en un tema tan crucial como es la dependencia tecnológica que, te recuerdo, timbra o vibra sin parar en tu bolsillo, cartera o mochila.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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No me gusta leer

Carlos Villagómez

/ 19 de mayo de 2023 / 09:24

En una reunión docente/estudiantil de la Facultad de Arquitectura, una joven estudiante dijo que la universidad debería actualizarse para llegar a los jóvenes de la generación millennial (26 a 40 años) y a la generación Z (cinco a 25 años), porque los actuales sistemas de enseñanza aburren a su generación. Finalizó su intervención con un sonoro: “no me gusta leer”. Tal audacia merece la respuesta de un integrante de la generación Baby Boomer (56 a 75 años).

La revolución digital ha provocado una lectura diferente. La lectura convencional de un libro es un proceso visual/pensante que va de izquierda a derecha y de arriba para abajo siguiendo los textos que procesamos, en el instante, con la debida atención o concentración. Las actuales tecnologías han creado el hipertexto donde las nuevas generaciones, nativos digitales, pasean indistintamente y aleatoriamente entre textos, imágenes y links, “navegan” en las pantallas de sus computadoras, en celulares o tabletas que cliquean constantemente, es decir, están revisando muchos mensajes con la atención dispersa pero altamente conectada y, por sobre todo, a una velocidad que distrae la concentración en un solo tema.

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Es evidente que los jóvenes Z son seres humanos con otras capacidades y aspiraciones, pero suponer que por ello la lectura convencional está fuera de moda y no sirve es una aberrante conclusión. Según estudios recientes existe un resurgimiento del hábito de la lectura entre jóvenes y adolescentes en algunos países desarrollados, como una necesidad existencial y un hábito emancipador ante el abuso desmedido e implacable de las redes sociales y el absolutismo de las grandes corporaciones. Esta renovación del hábito de la lectura se promueve mayormente en países escandinavos (la vanguardia mundial en educación), donde se implementa con un aditamento mayor: leen en familia, padres e hijos comparten ese hábito. Pero aquí, bajo el mayor estado de dependencia de la historia humana, donde se están amaestrando generaciones de consumidores irreflexivos y aculturados, el “no me gusta leer” campea en todas partes fomentado por una educación conductista y por amargas declaraciones de personajes públicos.

Como dijo Umberto Eco, el libro (físico o digital) no pasará de moda porque es un invento tan genial como la cuchara. Leer es un alimento del espíritu que te ofrendan tus autores preferidos, esos amigos que te cuentan historias, en lugares y con personas que tu mente imagina; o te plantean divagaciones e ideas que te revuelven el cerebro. Es así como la lectura forma pensamiento crítico y espíritu divergente, cualidades indispensables que todos, desde la A a la Z, deberíamos cultivar.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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‘Utama’

Carlos Villagómez

/ 5 de mayo de 2023 / 10:09

Utama, la opera prima de Alejandro Loayza Grisi, estimula la reflexión, genera debate y eso dice mucho de una película. Al ir acumulando premios internacionales escuché y leí de todo, desde alabanzas desmedidas hasta valoraciones aviesas como: estetización de la pobreza, despolitización de la nación indígena, visión comercial, etc. Por ello, va mi comentario sobre el espacio/tiempo y la visualidad/textualidad de esta obra.

Utama fue rodada en Santiago de Chuvica, municipio de Colcha K, en el departamento más fotogénico de Bolivia: Potosí. Allí, en el espacio sin aliento del Ande, bajo la luminosidad más hiriente del planeta, tienes locaciones hermosísimas. Cualquier ser u objeto puesto en ese escenario es un minúsculo punto (punctum) que se ofrenda a ese  manto terroso e infinito; metafóricamente hablando: volvemos a la tierra en vida. Por ello, las películas bolivianas filmadas en esos paisajes generan una empatía superlativa en el público. En Utama los protagonistas son ancianos, consecuentemente, los apegos son aún más intensos, y nos emparentamos con Virginio y Sisa por atavismos que nos aferran a la vida. Si a ello sumas una temporalidad “suspendida en el tiempo” (valga el pleonasmo), la empatía entre el espectador y los actores se cierra en bucle. Esos viejos viven en un momento histórico inclasificable (medioeval o contemporáneo), están suspendidos en una trama sin cotas temporales al interior de una casucha desterrada en el infinito. En ese bucle temporal, escuchamos sus diálogos por motivos existenciales: nadie quiere vivir en la nada.

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Aquí me nacen preguntas: ¿la obra de Loayza se afinca más en su visualidad espacial/temporal que en una textualidad? ¿genera nuevos imaginarios para el cine boliviano? o recrea, una vez más esas empatías condescendientes que el cine boliviano, desde Ruiz pasando por Sanjinés, generó en el público internacional; a saber: la representación de una bolivianidad miserable subsumida en un infinito paisaje andino.

Creo que Utama da un paso más allá y se desmarca de sus antecesores por una cualidad del guión, una diferencia sutil: la historia se estructura alrededor del marchitamiento de los suelos con el desecamiento de los pulmones de Virginio. El joven director reúne al territorio y al ser humano en una enfermedad terminal, como una representación simbólica de la decadencia de nuestra naturaleza y sociedad en los albores de un siglo que solo vaticina catástrofes y desencantos. Por ello, pienso que Utama va más allá de su excelsa visualidad y plantea una textualidad que entrevé la desoladora ideología contemporánea de las nuevas generaciones; y eso dice mucho de la sensibilidad de Alejandro Loayza Grisi.

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