Aprendizaje(s)
Se necesita, con urgencia, una sobredosis de humildad gubernamental para encarar este momento.
El tema del agua ha irrumpido en toda agenda posible. Y no hay forma de evitar referirse a un tema que está afectando de tantas y varias maneras nuestras vidas individuales y nuestra vida en sociedad. Y uno de los enfoques que más se ha utilizado para hacer referencia a este asunto es el de la responsabilidad pública de quienes tenían y tienen en sus manos el abastecimiento del agua.
Creo que siempre es posible y necesario dar cuenta ante la opinión de lo difícil que es dedicarse a la función pública en estos tiempos en los que de ninguna manera se han podido superar nuestras lógicas propias de administración pública que se empecinan en medir el rendimiento de las personas en servicio mediante ejecuciones presupuestarias, y no así calidad de procesos o, más aún, de los servicios estatales. Menos aún podemos decir que se ha podido avanzar algo en estos siete años de vigencia de la Constitución Política del Estado hacia la tan anhelada gestión pública intercultural, cuando nuestra idiosincrasia burocrática sigue perpetuándose en el tiempo a través de sus más perversas lógicas y procesos.
Y aunque conozco varios de los matices que tiene el ejercicio cotidiano de la función pública, sería imposible hacerlos parte de las opiniones y análisis que tienen que ver con este tema porque, como ya se ha señalado, los sucesos recientes son el peor síntoma de una enfermedad estructural que se ha adueñado de las oficinas públicas de nuestros gobiernos (con gran énfasis en el Gobierno central), y todo por una línea de gobierno que se ha fomentado hasta el hartazgo.
Desde el momento en que a nombre de la revolución y, más aún, de la construcción estatal se ha optado por llevar hasta el absurdo la lógica (plausible ocasionalmente) de que la militancia está siempre por encima de la tecnocracia, el Gobierno Nacional ha iniciado un proceso de desnaturalización sobre el rendimiento del Estado de cara a la ciudadanía, con resultados como el que estamos viviendo.
Y no se trata, claro, de pensar que como ciudadanía que consume estos servicios nos podemos atrincherar inmaculadamente a protestar por estos niveles de ineficiencia. No, porque claro está que hay responsabilidades sobre nuestra casa grande que debieran pesarnos a todos y a todas. Pero sí se trata de tener la humildad suficiente para encarar soluciones en las que debe primar el sentido común, más aún cuando éste ha llegado a sus niveles más primarios y básicos: ¿es tan difícil entender que estamos en medio de una emergencia nacional y que debemos trabajar/ayudarnos entre todos y todas?
Hace falta humildad, un poco de humildad personal a tiempo de asumir que nuestra forma de vida nos ha traído global y colectivamente a este momento. Y, con urgencia, también se necesita una sobredosis de humildad gubernamental, desde la gestión pública, para encarar este momento. Pero ante todo, humildad a borbotones, porque es el único ingrediente en esta ecuación tan complicada que podrá garantizar que todas y todos nosotros, desde donde nos toca, hayamos aprendido algo cuando nos toque ver la luz a la salida de este momento; y así evitar otro episodio como éste en el futuro. Lo contrario es dirigirnos a un fracaso-país, que va a estar lejos de las arengas y disputas políticas, pues será de tipo humano-social.