Cuentos para no olvidar los sabores
Con la escritura, Pedro Guereca cuida la memoria gustativa nacional.
Dante Alighieri, disfrutando de un phuti de chuño mientras un habitante del infierno inventado por él es seducido por un picante de lengua. Esta es una escena de uno de los cuentos en los que Pedro Guereca le rinde homenaje a dos de sus pasiones: la literatura y la comida criolla.
Fruto de la fusión de ambos intereses nació Cuentos en la cocina, historias con misterio y sazón (Casa de la Cultura, Gobierno Autónomo Municipal de Cochabamba), libro presentado por el escritor, cocinero e investigador nacional, el 6 de febrero en el restaurante M’anqa (Sánchez Lima 25551).
Con la narrativa como herramienta, el cochabambino nacido en Tupiza busca revalorizar el patrimonio gastronómico de Bolivia, cuya esencia, considera, se ha tergiversado, lo que lo pondría en peligro de desaparecer.
Su primera experiencia con la escritura fue una novela que también juega con la cocina. Llajua y bechamel, que publicó en 2017. En ella, Europa y Bolivia se encuentran a través de sus culturas culinarias. El éxito del libro le mostró que el humor y la ficción podrían ser una buena manera para mostrar la importancia de los procesos culinarios tradicionales.
“Luego de que volví de Italia —donde estudié comunicación y cocina— surgió la idea de poner un restaurante, así que comencé a investigar sobre este tipo de patrimonio. Allí me di cuenta de que los condimentos tradicionales se están perdiendo de las cocinas de los mercados y comedores populares. Así que comencé a narrar historias jocosas y entretenidas para que las personas volvieran a internalizar esta faceta de nuestra cultura”, detalla.
El glifosfato monosódico y todos los potenciadores artificiales de sabor son su principal enemigo. Gracias a ellos, los sabores tradicionales van perdiéndose, son malos para la salud y generan adicción.
“Los potenciadores de sabor evitan diferenciar la buena comida de la mala. No son buenos para la salud y nos crean dependencia a la comida chatarra. Gracias a ellos la ritualidad, que implica hacer un buen ají o una llajwa está desapareciendo”.
Alertado por esta situación escribió ensayos y artículos periodísticos, pero notó que no tenían el impacto que esperaba. Allí se le ocurrió cambiar de género.
“Somos un país que no lee. Luego de escribir la primera novela —que tiene un lenguaje simple y mucho humor— vi que era más fácil que las personas internalizaran lo que yo estaba tratando de decir y evocar”.
Su siguiente reto fue crear cuentos que orbitaran cerca de diferentes preparaciones nacionales. En las 10 narraciones que componen Cuentos en la cocina, la ficción, el testimonio, la historia y la memoria se tejen para hacer un homenaje al silpancho, la llajua, el ají de panza, el pampaku y los fideos uchu, entre varios otros.
En boca de sus personajes la crítica al glifosfato —conocido popularmente por la marca Ajinomoto— es evidente, así como a otros aspectos de la industria gastronómica, como a la figura de los críticos profesionales.
Sin embargo, los protagonistas de sus historias —que recorren el romance, el realismo mágico, la fantasía y la recreación de historias reales— son los procesos culinarios que tienen una marcada relación con lo nacional.
“Como bolivianos estamos siempre entre la Virgen y la Pachamama, a través de los rituales. Esa cualidad está presente en la cocina y en mis cuentos también, con toques de fantasía. En El hombre del sombrero, aparece Dante —tal vez mi gesto más presuntuoso— y en otro cuento aparece el diablo, por ejemplo”, comenta quien ganó un premio Eduardo Abaroa con su ensayo Falso conejo adulterado.
La memoria es otro de los aspectos más importantes de los relatos. En ellos se exploran los sabores y los olores como los detonantes de recuerdos familiares gratos y de encuentros entre culturas diferentes.
“Muchas veces nos olvidamos de que cada plato es una narración. Desde el momento en el que se decide comer algo, comienza una historia degustativa. Uno se prepara mentalmente para comer, inconscientemente decidimos cuál será nuestro primer bocado. Hacemos un recorrido por los aromas y los sabores. Y de repente vienen recuerdos… Más allá de la parte sensorial está la parte evocativa”.
La descripción se hizo su mejor aliada, crear imágenes que develaran la fuerza que puede tener la comida. En su relato El chicharrón del Turco, un hombre de origen palestino decide convertirse en chicharronero en contra de la voluntad de su familia. Luego de muchos años la abuela decide ir a verlo y a probar su plato.
“Frente a un plato de chicharrón, la abuela ve que la gente alrededor suyo era feliz. Ahí decide probar por primera vez en su vida el chancho. Con el primer bocado, el dulce del chicharrón le recuerda a los dátiles y a los recuerdos de su niñez. La comida puede transportar a las personas y conectarlas, más allá de prejuicios”.
Este libro es una provocación a la curiosidad, de aquellos que gustan de comer. Proyecto que Guereca sueña con prolongar con historias sobre vinos y aventuras españolas, todo esto para darle vida a la historia boliviana e importancia a las buenas artes culinarias que se han desarrollado en sus tierras por siglos.