¿Libre comercio? ‘al infierno con eso’
Un nuevo tipo de proteccionismo molecular comienza a apoderarse de parte de las políticas públicas planetarias.
DIBUJO LIBRE
El presidente norteamericano Joe Biden es un católico confeso. Asiste regularmente a los oficios religiosos de su congregación y, como todo presidente de Estados Unidos, ha jurado a su cargo colocando su mano en la biblia. Por eso, se puede decir que sabe de la carga moral negativa que tiene entre los suyos la palabra “infierno”. Es lo execrable por antonomasia; lo que hay que rechazar sin apelación. De lo que hay que huir en cada acto personal.
Y ese es el calificativo que ha decidido utilizar para rechazar los reclamos de libre comercio por parte de sus socios europeos. El 27 de enero de 2023, en una reunión con sindicatos en Springfield ha declarado: “Señoras y señores, estamos siendo criticados internacionalmente por centrarme demasiado en América. Al infierno con eso. La cadena de suministro va a comenzar aquí… no termina con nosotros”. En la simpleza del párrafo, hay todo un programa de política económica. Claro, durante los últimos 40 años, bajo el lema de “eficiencia”, las cadenas de suministros de la producción de bienes se descentraron de las grandes potencias (excepto Alemania), para iniciarse y prolongarse allí donde los salarios eran más bajos, los derechos laborales inexistentes y los impuestos mínimos. Esto llevó a que se “mundializaran” los eslabones de las actividades productivas, convirtiendo a Estados Unidos y Europa en un gran supermercado de consumo final de productos elaborados en China, India, México, Singapur, Taiwán, etc. Fueron los “años dorados” del libre comercio y las “ventajas comparativas”.
Pero ahora esa ideología globalista se muestra decrépita y cansada; el crecimiento económico de las grandes potencias occidentales está en declive. Sus clases medias y laboriosas han visto por décadas estancados sus ingresos. La glotonería de su población, sustentada en la importación de productos baratos, ha entumecido su sistema productivo y ha permitido el ascenso de potencias orientales dispuestas a disputar el liderazgo mundial. Y, lo peor, el desafecto de sus electores con los relatos cosmopolitas se ha vuelto directamente proporcional a la grosera desigualdad que golpea sus bolsillos. El humor colectivo ha cambiado. El optimismo histórico ha dado paso al enojo, la decepción y la incertidumbre.
El fenómeno Trump y su banda de asaltantes de parlamentos fueron un síntoma que ha golpeado el orgullo de una nación que se creía la protectora universal de la democracia. Y Biden lo sabe perfectamente. Por ello la invocación al hogar de satán, anteriormente reservada para condenar a comunistas y musulmanes radicales, ahora él la usa para defenderse de sus “aliados” globalifílicos. No es otro síntoma de senilidad. Es el proyecto de un nuevo modelo de organizar la economía.
A mediados de 2022, la administración Biden aprobó dos leyes contra la inflación y el cambio climático que moviliza 465.000 millones de dólares en subvenciones para la industria local. Se trata de las leyes Reduction inflation Act (IRA), y la Chips and Cience Act (CHIPS) que subsidian, la primera, con 52.000 millones de dólares a los empresarios que instalen en suelo norteamericano fábricas de microprocesadores (FABS); y la segunda, que subvenciona con 7.500 dólares a cada comprador estadounidense de vehículos eléctricos fabricados en y con componentes hechos en Estados Unidos.
Debido a ello, en un artículo en Project Syndicate del 22 de diciembre, Anne Kruger, exejecutiva en jefe del Banco Mundial, se lamentaba del ya inevitable “colapso del sistema de comercio internacional” por esta desatada guerra de impuestos y subvenciones; primero entre Estados Unidos y China, y ahora entre Estados Unidos y Europa. Y no es para menos, pues el 8 de diciembre de 2022, el representante de Estados Unidos ante la Organización Mundial del Comercio (OMC), Adam Hodge, rechazó las conclusiones a las que llegó dicha institución en torno al reclamo de China contra las barreras arancelarias erigidas por el Estado norteamericano a sus exportaciones de aluminio y acero. Y el razonamiento fue inequívoco en cuanto a las premisas del nuevo tiempo: “La administración Biden se compromete a resguardar la seguridad nacional de los Estados Unidos al garantizar la viabilidad de largo plazo de nuestra industria del acero y el aluminio, y no tenemos la intención de eliminar los aranceles”.
Qué lejos han quedado las frasecitas de “eficiencia de costos”, “ventajas comparativas” o “cero barreras arancelarias” con las que se mundializaron las cadenas de valor. Hoy, la “seguridad nacional”, “nuestras industrias”, “friendshoring”, “subvenciones”, “soberanía energética”, etc., son las nuevas banderas de un neoproteccionismo emergente en las decisiones de las potencias capitalistas. A decir del apesadumbrado editorial del The Economist del 12 de enero de 2023, “la ganancia nacional ha regresado”. No es el fin de la globalización, sino su ralentización, fragmentación geopolítica y supeditación a las exigencias del mercado interno.
Quien ha conceptualizado de manera pragmática los perfiles de este nuevo “consenso de Washington”, es el premio nobel Paul Krugman. En su artículo del 12 de diciembre último en el New York Times, sin esconder su alegría escribía “Biden está cambiando silenciosamente los cimientos básicos del orden económico mundial” al subsidiar la producción nacional de semiconductores, de energía limpia y al limitar el acceso de China a tecnología avanzada. Afirma sin complejos que se trata de un nuevo tipo de “nacionalismo económico”, lo cual no le preocupa. Es más, ante la pregunta que él mismo se hace de si todas estas medidas pueden llevar a que “crezca el proteccionismo en el mundo”, se responde: Sí. Podía haber dicho “sí y qué”, o en sintonía bíblica con el presidente Biden “sí y qué diablos”, pero quizá sus pruritos académicos se lo impidieron. Pero el énfasis normativo es el mismo. El espíritu proteccionista ha iniciado su nuevo ciclo.
El World Economic Forum de Davos de enero de 2023, donde se reunieron líderes empresariales, élites políticas e intelectuales mainstream, no ha podido eludir la conmoción de estos nuevos vientos. Pat Gelsinger, presidente ejecutivo de Intel, el mayor fabricante de microprocesadores del mundo, admitía que para la industria “fue un error” ser dependiente de Asia. A su turno, la directora del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kristalina Georgieva, en su intervención del 19 de enero reconocía que la globalización fue complaciente con los “ganadores” pero no hizo lo suficiente por los “perdedores”, que son la mayoría; y ahora, “el apoyo público a una economía global interconectada se ha debilitado”.
Aunque con más lentitud e hipocresía, Europa comienza a bailar el mismo ritmo proteccionista. Primero fueron la retirada del Reino Unido de la Unión Europea y el veto de algunos países a la tecnología China 5G. Luego, en 2022, la manipulación del mercado de gas, al desplazar el más barato, el ruso, por mayor producción local de carbón, energía nuclear y más gas norteamericano, mucho más caro. La geopolítica de contención de Rusia y China está por encima de la “mano invisible” del mercado. Luego, Francia nacionaliza la mayor empresa energética de Europa; España pone tope a las tarifas eléctricas, Alemania dispone 200.000 millones de euros para subvencionar el precio del gas a su población, y el ex primer ministro Gordon Brown, conocido socialdemócrata globalista, llama a nacionalizar el sistema de generación eléctrica de Gran Bretaña. Finalmente, el 17 de enero de 2023, la audiencia de Davos será aprovechada por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, para sentenciar que Europa también va a fomentar su “propia industria de energía limpia”. Incluso habló de la posibilidad de un nuevo paquete de “fondos soberanos” para proteger a sus inversores. Hay desesperación por impedir un éxodo de industrias europeas tras las subvenciones norteamericanas. Como lo sentenciaba Larry Flink, director de Blackrock, el mayor fondo de inversiones del mundo, estamos presenciando “el fin de la globalización que vivimos las últimas tres décadas”.
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Hace 79 años, y a raíz de los efectos del liberalismo decimonónico que condujeron a la depresión de 1930 y al fascismo, Karl Polanyi, en su obra La Gran Transformación reflexionó sobre este péndulo entre proteccionismo y librecambio en la dinámica de la sociedad moderna. La denominó el “doble movimiento” que llevaba a que la continua expansión del mercado, que a la larga destruía el tejido social, fuera contrarrestada por un movimiento contrario de defensa de la propia producción, la naturaleza y la sociedad.
Ya sea que se trate de la fase descendente de una “onda larga” Kondratiev, de procesos cíclicos entre mercado autorregulado contrarrestado por la defensa de la sociedad o una demonización presidencial, lo cierto es que un nuevo tipo de proteccionismo molecular comienza a apoderarse de parte de las políticas públicas planetarias. Lo cómico en estos tiempos de inflexión histórica es ver a los fósiles criollos del liberalismo latinoamericano repetir con fe cuasi religiosa el deshilachado mantra neoliberal del “Estado mínimo”, “austeridad pública”, privatización y libre mercado. Son patéticos espectros melancólicos de un mundo “que el viento se llevó”. Y que, si por alguna tragedia social regresa temporalmente, solo lo podrá hacer cabalgando el odio y la violencia infernal.
(*) Álvaro García L. es matemático, investigador, exvicepresidente