Barroquismo Europeo
El envejecimiento y los achaques llegaron muy rápido a un continente que se sentía superior al resto de los mortales.
DIBUJO LIBRE
Cambiar presidentes cada año en medio de escándalos circenses, castigar a los que denuncian con pruebas la corrupción de autoridades, censurar medios de comunicación o regalar armas amparados en las banderas del pacifismo, podrían ser tópicos de algunos países tercermundistas. Pero no. No son cosas que solo suceden en la “jungla”, sino también en el llamado “jardín” europeo, según las hilarantes declaraciones del alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, Josep Borrell.
Claro, en 6 años Inglaterra ha tenido a 5 primeros ministros, compitiendo con la Bolivia neoliberal de inicios del siglo XXI que, en su momento de declive, llegó a tener 5 presidentes en 5 años. Igualmente, la presidenta de la Comunidad Madrid eclipsa con sus entuertos familiares la corrupción de Dos Santos en Angola, con la diferencia de que al menos allí no se proscribió al denunciante de los actos dolosos, como sí lo hicieron con el dirigente del partido político español PP, Pablo Casado. Y si de “realismo mágico” se trata, los verdes alemanes son insuperables al aprobar el envío de tanques y armas de guerra para matar seres humanos, en cumplimiento de su férreo compromiso para proteger el “medioambiente”.
Vista a distancia, la política de las viejas élites europeas es una extravagante puesta en escena diaria. Uno puede distraerse con unas vistosas exequias que paralizan a un país durante una semana, en honor a una señora cuya virtud era tomar puntualmente el té. Otro día, en el parlamento europeo, una guerra convierte instantáneamente la energía nuclear, de abominable peligro para la humanidad, en ecológicamente sustentable. Poco después, en Italia, triunfa espectacularmente una candidata que reivindica sin complejos a Benito Mussolini, uno de los fundadores del fascismo que llevó a la muerte a 60 millones de personas durante la Segunda Guerra Mundial. No bien uno está acabando de digerir este desvarío político, al día siguiente se entera de que la primera ministra inglesa, emulando a la “dama de hierro” de los 80, anuncia el recorte de los impuestos a los ricos, para desdecirse a los tres días y terminar como una dama de hojalata, renunciando y anulando esos recortes impositivos. En el noticiero de la mañana, los funcionarios del Consejo Europeo hablan de las virtudes de la economía de mercado. En la noche, imponen a sus ciudadanos un incremento del 100 o 200% en el costo de la energía domiciliaria, por ir en contrarruta de esa misma economía de mercado. No solo tienen que comerse su retórica sobre el “libre comercio”, pues ello significaría comprar gas barato a Rusia, que ahora es su nuevo “enemigo sistémico”; mostrando que la geopolítica expansiva es un “valor” occidental más fuerte que la libertad de mercado. Sino que, además, lo hacen sin consultar a nadie, sin haber sido elegidos por ningún ciudadano que ahora tendrá que pagar con sus bolsillos los aprestos guerreristas de sus élites.
Si de cantinfladas se trata, los burócratas de Bruselas llevan la delantera. Decretan la muerte de la nación causante de nativismos obsoletos, para luego atrincherarse en un nacionalismo de vacunas, y de insumos médicos, apenas la pandemia toca sus fronteras. Pontifican sobre la austeridad fiscal cuando hay que mejorar los ingresos de los trabajadores, pero disponen de euros “sin límite” para salvar los mercados tras el “gran confinamiento” de 2020. Son “globalistas” o “soberanistas”, “frugales” o “subvencionadores”, “medioambientalistas” o “extractivistas”, “pacifistas” o “belicistas”, según cómo cambian las presiones sociales. Toda la elegante estantería de “reglas” de mercado con las que fanfarronearon durante décadas, se ha caído en medio de una catarata de incongruencias diarias.
Y el racionamiento, esa palabra preferida para descalificar las economías de los llamados “populistas” latinoamericanos, ahora toca las puertas de cada hogar europeo. No importa con qué eufemismo lo intenten edulcorar: ahorro, gasto racional, etc. Lo cierto es que no habrá suficiente gas para las industrias, ni suficiente energía para la calefacción de las familias, ni la suficiente iluminación de los centros comerciales para deslumbrar a los turistas. Si todo esto no fuera suficiente, los mismos burócratas europeístas que, con aires de superioridad, reprochan a China y Nicaragua la censura que aplican a medios de comunicación, son los que prohíben la emisión europea de las redes informativas rusas RT y Sputnik. Los buenos modales de la opulencia y el cosmopolitismo han sido trastocados por una grotesca competencia de folclorismos.
El envejecimiento y los achaques han llegado muy rápido a un continente que se sentía superior al resto de los mortales. Ni sus poses de imperios de geriátrico pueden esconder la descomposición barroca de sus élites políticas dominantes. Al final, solo serán el enmohecido telón de fondo de una disputa de los verdaderos grandes, Estados Unidos y China, cuyo destino definirá el espíritu de época de este nuevo siglo. No es el colapso de la “civilización” ni el fin de “occidente”. Eso sería un exceso para unas oligarquías carentes de esplendor. Es su provincialización. Y ello hay que asumirlo con decoro y sin enfeudamientos perversos. Al fin y al cabo, no hace mucho tiempo, millones de familias europeas también abandonaron sus patrias ensangrentadas, y no hubo puertos latinoamericanos ni africanos con alambres de púas dispuestos para ensartar sus cuerpos. Y nunca se sabe cuándo los vientos del flujo migratorio volverán a cambiar de sentido.
Ciertamente, no es que al resto del mundo no europeo le vaya de maravilla. Todos los países, sin excepción, están atravesando un periodo de retrocesos históricos, inestabilidades y deterioro social sin precedentes. Son los síntomas globales del abatimiento de un largo ciclo histórico, de una época de poderío empresarial sin límites que duró 40 años, y que, ahora, muestra las miserias de su ocaso. Que esta descomposición económica y moral sea más llevadera con dinero y el tensionamiento de resortes imperiales, es evidente en Estados Unidos y Europa. Pero su degradación es inexorable. Trump, Orban, Meloni, los neofascismos y supremacismos blancos que crecen al interior de la política norteamericana y europea son la expresión morbosa de un tiempo histórico que desfallece y que, de momento, no tiene sustituto creíble.
Este momento liminal de la historia de las sociedades que desgarra su cohesión y templanza, se ha repetido cíclicamente en los últimos 100 años con una periodicidad de 40 a 50 años. Sucedió en la década de los 70 e inicios de los 80 del siglo XX, cuando desfallecía el Estado de Bienestar y dio lugar al neoliberalismo. Y también al momento del declive del liberalismo decimonónico, en los años 20, que fue sustituido por el Estado de Bienestar. Nadie sabe aún cómo será el nuevo ciclo de acumulación económica y de legitimación política que se impondrá en el mundo para garantizar otros 40 años de estabilidad social. Ojalá que venga de la mano de las expectativas de las clases menesterosas. Y esperemos que no esté precedida de guerras mundiales devastadoras que, como lo sabemos, siempre se han originado en Europa, a galope de élites depravadas y ensimismadas, como las que hoy intentan asomar las orejas en el pórtico de la historia.
(*)Álvaro García L. es matemático, exvicepresidente del Estado