Fútbol modelo ’66
Imagen: Oswaldo
Jorge Barraza, columnista de La Razón
Imagen: Oswaldo
Era un fútbol de pases, sólo un jugador gambeteaba, había muy poca precisión en las maniobras, no era una costumbre salir jugando de atrás, se recurría en exceso al pelotazo, se defendía considerablemente menos que ahora, había grandes espacios para moverse y las estrellas que teníamos como tales en nuestro imaginario no lo fueron, al menos no en ese partido.
¿De qué estamos hablando…? De la final del Mundial ’66, que Inglaterra le ganó 4 a 2 a Alemania. La hermosura pasaba por otro lado, por la sencillez y la falta de especulación.
A lo largo de su vida, este cronista ha visto 15 Mundiales, 11 in situ y cuatro por televisión, el primero de ellos -Inglaterra 1966- en diferido; llegaba la película de cada partido dos días después y lo disfrutábamos con la misma fruición que en directo.
Desde México ’70, al aparecer el satélite, las transmisiones fueron en vivo. No es fácil recordar con detalles algo que sucedió hace 57 años, por ello nos hemos propuesto como meta periodística ver de nuevo las 15 finales, un ejercicio que derrumba muchos mitos.
Ya habíamos comenzado con Argentina 3 – Francia 3. A sólo tres meses de haberse disputado, ya teníamos otra impresión de cuando la vimos presencialmente el pasado 18 de diciembre.
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¿Cómo era aquel fútbol…? Muy diferente al actual, más elemental, sobre todo.
El viejo latiguillo de que antes era más lento pero más preciosista no es correcto. Cero fantasía. Había grandes zonas libres por dónde moverse, sin embargo no se veían prodigios con la pelota. Los jugadores carecían de la técnica individual de los actuales.
Un 9 como Benzema hubiese sido una deidad en ese tiempo, por su exquisita calidad. Y, al menos ese 30 de julio de 1966, no llovía, la pelota no pesaba dos kilos y nadie daba patadas. Simplemente, jugaban como jugaban. Y estamos refiriéndonos a Inglaterra y Alemania en una final del mundo. Hubo una sola entrada fuerte en los 120 minutos disputados: Höttges, lateral derecho del Werder Bremen, lo colgó a Alan Ball para que no se le escapara por la punta. De modo que la reciedumbre no puede ser enarbolada.
Ball, extremo del Blackpool de 21 años, fue la figura descollante de la tarde, encaraba en cada jugada y era valiente.
Sí había movilidad, no estaban atornillados en sus puestos. Nobby Stiles, Bobby Charlton, Alan Ball, el famoso punta alemán Uwe Seeler, eran modernos, se movían por toda la cancha. Los arqueros Banks y Tilkowski, cuando tapaban algún remate, sacaban dando un balonazo de cincuenta o sesenta metros, sin destino, pero bien lejos de su arco. Varios defensas también
Especialmente llamativo el caso de Schnellinger, muy reconocido entonces por ser del Milan de Italia. Fue una desilusión verlo. Cada vez que recibía una pelota le daba con todo al otro campo, no importa si había un compañero cerca o no.
La TV era en blanco y negro, con una sola cámara de costado, apenas se repetían los goles (una sola vez y sin cámara lenta). El narrador se limitaba a pronunciar los apellidos: “Charlton… Stiles… Moore…” Salvo algunas excepciones, no incurría en comentarios ni agregados.
No se incluía en la pantalla la placa con el cronómetro y el resultado, apenas mostraban un reloj cada quince minutos que marcaba que había pasado un cuarto de hora. No había bancos de suplentes porque no existían los cambios, quien quedaba fuera del once titular lo miraba desde la tribuna. Nadie fue amonestado ni expulsado, aún no se habían implementado las tarjetas rojas y amarillas.
Tampoco se señalaba tiempo añadido; exactamente al minuto 90 el árbitro dio por finalizado el duelo. Lo mismo con los dos suplementarios, ni un segundo de agregados. Hubo 96.924 espectadores en Wembley aquella tarde, pero no significó un aliento importante, apenas se escuchaban murmullos, Tampoco los goles se festejaban de manera tan alocada como ahora.
El club más feliz del mundo ese día fue el West Ham United, una especie de Argentinos Juniors en esa época. Fue el único que tuvo tres futbolistas en la final, ¡Y qué tres…!: Bobby Moore, el gran capitán, Geoffrey Hurst, autor de tres goles, y Martin Peters, quien marcó el cuarto. Inglaterra dominó la mayor parte del tiempo y fue muy justo ganador, tuvo mayores intenciones ofensivas.
Ganaba Alemania 1-0, lo dio vuelta la selección local y en el último minuto, muy a lo Alemania, Wolfgang Weber, zaguero centro, pescó un rebote en el área y puso el 2-2 que mandó el choque al alargue. Ningún jugador inglés se lamentó demasiado, sólo había que seguir un rato más.
El primer gol inglés resultó, como mínimo, curioso. Vino un centro desde la izquierda de Bobby Moore sobre el área de Alemania y Geoffrey Hurst, completamente solo, sin ningún zaguero rival ni a tres o cuatro metros, eligió un palo y mandó la pelota de cabeza a la red. insólitamente fácil.
Y en el minuto 11 del tiempo extra llegó el gol de la polémica, el célebre gol fantasma de Hurst. El centrodelantero del West Ham paró una bola en el área y con suma presteza remató arriba. El balón dio en el travesaño y picó sobre la línea, los futbolistas ingleses reclamaron gol y el réferi suizo Gottfried Dienst fue a consultar al línea soviético Tofik Bakhramov. Este dijo gol: 3 a 2. Los muchachos alemanes se quejaron, pero moderadamente. Con los años se agrandó el tema.
Nunca se aclaró si entró o no porque no había cámaras específicas de raya de gol, como hoy. Los más críticos aseguran que la pelota había ingresado en un 85%, pero no toda. Pasó que la pelota picó detrás del cuerpo de Tilkowski y este tapó la visión. Y en ese momento no había VAR. Honestamente, de haber estado en el lugar de Bakhramov también hubiésemos convalidado el gol.
En el minuto 120, con Alemania ya entregada, Hurst anotó el 4-2, a esa altura anecdótico porque ipso facto culminó el juego. El juez suizo Dienst tuvo una magnífica labor, riguroso, no equivocó fallos y no permitió que nadie quemara tiempo o entrara en roces. Tampoco hizo demasiada falta, los protagonistas evidenciaron una corrección ejemplar.
Las actuaciones individuales fueron toda una sorpresa. El jugador más valioso, sin duda, Alan Ball, una suerte de Burrito Ortega, desequilibrante en el uno contra uno, comprometido. Luego ubicamos a Nobby Stiles, todocampista, inteligente, anticipador, robó cantidad de balones. Tenía la llave de toda Inglaterra, era el dueño de esa selección. Inmediatamente está Willi Schulz, notable zaguero del Hamburgo con una asombrosa entrega de balón.
Nunca parecía apremiado y resolvía con seguridad y simpleza. En cuarto lugar estaría Uwe Seeler, un volante-delantero que bajaba mucho y colaboraba en la creación de maniobras. Quinto, Gordon Banks, fantástico arquero que conjuró tres situaciones nítidas de gol. Enseguida, Bobby Moore, un central limpísimo y eficiente; Jackie Charlton, su compañero de zaga, un defensa bravo, fuerte, con carácter; Overath, un 5 de clase, tipo Fernando Redondo, con una zurda pulcra.
¿Y Bobby Charlton…? ¿Y Beckenbauer…? No brillaron. Franz fue intrascendente, no se notó para nada, ni siquiera su manejo de pelota. Jugó de volante central. Charlton entró más en juego, se implicó, no obstante, no destacó. Todos los jugadores, salvo Jackie Charlton, La Jirafa, eran bastante bajos de estatura. Al lado de todos ellos, George Best, de la misma época, era un dios futbolero, lleno de magia, habilidad y gol. Era, sin duda, muy superior a los 22 que jugaron esa final.
Fue un maravilloso viaje al ayer y, con todo, el duelo tuvo su atractivo. Todas las épocas del fútbol fueron hermosas.
(08/07/2023)