The Whale
Imagen: internet
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La película del director estadounidense Darren Aronofsky logró el Óscar a la mejor actuación masculina para Brendan Fraser.
Desde sus principios la filmografía del director Darren Aronofsky (Nueva York 1969) se caracterizó por un marcado ladeo hacia el retorcimiento melodramático, nunca antes empero al extremo de su último largometraje. Es indudable, puesto a optar entre la adocenada sumisión a los estereotipos del cine focalizado en el rendimiento de la taquilla, y la provocación símil ruptura frontal con las modas instrumentadas por las grandes productoras, el realizador siempre se inclinó hacia la segunda de las opciones mencionadas. Pero que tal indeclinable voluntad de patear el tablero sea suficiente para considerar a Aronofsky un autor, es algo cuando menos dudoso.
PI (1998) su opera prima, filmada en blanco y negro cuando éste ya había dejado prácticamente de usarse, fue considerada un prometedor debut debido a la manera de sumergirse en la mente de un matemático obsesionado por develar, valiéndose del conocido número 3,1416, el secreto de las caóticas fluctuaciones en la bolsa y, de paso, los secretos ocultos en los Evangelios, lo cual hace que Wall Street y una secta religiosa se den a la tarea de apropiarse de sus estudios. La mezcla de las pautas usuales en el género del thriller con las enrevesadas elucubraciones físico/matemáticas del protagonista desanimó a buena parte de los potenciales espectadores pero atrajo al grueso de las críticas, dando por sentado que era el inicio de una carrera destinada a revolucionar el cine norteamericano.
Réquiem por un sueño (2000), comenzó a dividir las opiniones debido a la crudeza con la cual Aronofsky retrataba el desmoronamiento de una familia rehén de sus adicciones a los estupefacientes. Sara, la madre, vive encerrada en su departamento, clavada frente al televisor, ingiriendo sin pausa comida chatarra. Cierto día imagina haber sido invitada a una entrevista televisiva y preocupada por el sobrepeso acude a un falso doctor que la atiborra de anfetaminas hasta convertirla en un ser alucinado, entretanto su hijo pasa de ingerir, con parecido frenesí, heroína a involucrarse en las más sórdidas operaciones del narcotráfico.
La atracción de Aronofsky por jugar dramáticamente con los malestares físicos de sus criaturas quedó ratificada en La fuente de la vida (2006) a propósito de un hombre que viaja indistintamente al pasado y al futuro en busca del secreto de la inmortalidad para curar el cáncer que sufre su mujer. La pretenciosidad del guion y la desprolijidad de la puesta en imagen terminaban por convertir su serio tema de fondo en pretexto para un ir y venir narrativo desordenado y sin sentido alguno pero plagado de efectismos gratuitos.
En fin, El cisne negro (2010) estaba centrado en la historia de una talentosa bailarina de ballet agobiada por la presión de su autoritaria madre, las maniobras de su compañera/rival para sustituirla en el papel protagónico del venidero estreno de El lago de los cisnes, y la inhumana inflexibilidad del director. El peso acaba por sumirla en una psicosis radical que le impedirá diferenciar entre la realidad y la imaginación, impedimento que Freud, Reich pusieron bajo la lupa con una seriedad que la mescolanza picoteada por Aronofski acaba banalizando del todo. Al punto que el desorden mental parecía contagiar al propio relato alternando, siempre con excedido acento, entre el suspenso y el terror sicológico, hasta el límite del absurdo. Allí encallaba de igual manera Noé (2014), desmadrada versión de la historia bíblica impregnada de una opinable crítica a la secularidad expresada en tono siempre altisonante, próximo al surrealismo más chabacano.
Por cierto no han escaseado en la trayectoria de Aronofsky las polémicas ni los premios, incluyendo varios Leones de Oro en diversos Festivales de Venecia, siempre objetados por quienes consideraron que se trataba de reconocimientos debidos a una confusión entre originalidad y bravata sin derrotero. Dicho de otra manera, críticos y jurados habían pisado el palito de tal impostura. En todo caso no restaban demasiadas expectativas de cara al estreno de La ballena, nominada en los Óscar 2023 al premio a Mejor Actor Protagónico para Brendan Fraser, quien finalmente lo obtuvo.
Fraser regresa al cabo de una década a la estelaridad donde supo estar encaramado en tanto ídolo de los jóvenes gracias a sus faenas protagónicas en la paródica George de la selva (Audrey Wells/1997) pero sobre todo en la trilogía de La momia (1999-2008), no muy elogiada por la crítica, con la excepción justamente del trabajo de Fraser ampliamente loado. Es más, buena parte de los comentarios aseveraban que aquél era el único atractivo de los tres episodios. En 2018 denunció haber sido agredido sexualmente por el Presidente de la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood. A renglón seguido su divorcio y la muerte de su madre lo sumieron en una profunda depresión que lo alejó de los estudios de filmación, relegándolo a interpretar papeles en algunas series televisivas.
Hago mención a esos detalles puesto que Aronofsky utilizó el nombre de Fraser como uno de los ganchos apuntados al público en el lanzamiento de La ballena. Arguyó que ya era tiempo de regresarle la notoriedad extraviada, agregando que siempre lo admiró. Sospecho empero que no fue tal ejercicio piadoso el motivo por el cual le ofreció el rol central en su reciente emprendimiento, donde todo, desde el título mismo induce a la confusión, pues si bien hay una pasajera alusión, casi al final del film, a la novela Moby Dick de Herman Melville, a propósito de la persecución del capitán Ahab a una gran ballena blanca, la supuesta metaforización alusiva al volumen corporal del protagonista del film es lo primero que se le ocurre a uno, y, conjeturo asimismo, no es que Aronofsky no lo hubiese calculado fríamente.
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Charlie (Fraser) es un docente de la materia de redacción apartado del ejercicio presencial de su especialidad a consecuencia de una obesidad mórbida (pesa cerca de 300 kilos) que le impide ejecutar acciones tan sencillas como levantarse del asiento, caminar o agacharse a recoger algún apunte que se le cayó de las manos. Así en la escena de arranque se lo ve impartiendo virtualmente su clase si bien, como lo hace siempre, alegando un problema técnico, la cámara está apagada debido en realidad a que prefiere no ser visto, abrumado en partes iguales por la vergüenza y el sentido de culpa.
Poco más tarde tomaremos noticia del porqué. Tiempo atrás, Charlie enrumbó su vida por un camino sin horizonte, al salir del clóset para formar pareja con un novio —su exalumno de una escuela nocturna para adultos— hasta entonces oculto, destrozando su matrimonio y desamparando a su hija. Paradójicamente, el consorte dejó un buen día de alimentarse, hasta morir de inanición. Y a modo de aplacar su angustia, Charlie optó por la autodestructiva decisión de engullir sin pausa toneladas de alimento basura, como lo constata su amiga enfermera Liz, hermana del amante fallecido y única persona autorizada a ingresar al habitáculo donde el personaje vive recluido, al tropezar con infinidad de cajas de pizza y otros envoltorios de alimentos poco recomendables.
En la visita, al medir la presión de aquél constata que anda por los 240/130, o sea, le salda muy poco tiempo de vida a menos que se interne en un hospital, eventualidad rechazada por la inocultable propensión masoquista de Charlie, a quien, a esas alturas, solo le importa, a guisa de redención, rehacer el vínculo con su hija adolescente de 16 años, Ellie, fracturado ocho años antes, al divorciarse de su esposa Mary, mujer nada tolerante con esa muchacha proclive a la brutalidad contra sus compañeros de colegio, dando rienda suelta a un patológico nihilismo que se traslucirá asimismo en su implacable reticencia a sentir lástima por ese progenitor igualmente extraviado en un irredimible pesar por todos sus procederes, a los cuales considera faltas, si no pecados, que deben ser pagados.
Traveseando con elementos tomados del body horror, subgénero del terror que se vale de las deformidades corporales, Aronofsky nos presenta a Charlie empaquetado en un traje prostético que prácticamente lo inmoviliza. Lo vemos demorando una eternidad en trasladarse, con la ayuda de un andador, hasta al servicio higiénico y ni se diga lo que tarda en darse una ducha, auténtico esfuerzo sobrehumano, también para el espectador. Ocurre que la película está basada en una obra teatral de Samuel D. Hunter, autor asimismo del guion claramente construido tratando de disimular lo menos posible el origen teatral del asunto como, no dejaba de ser predecible, debía ocurrir si se pone a un dramaturgo a redactar la adaptación fílmica de su propia creación.
Ese peso teatral no es por lo demás el único déficit de un guion que, en el intento por zarandear los múltiples sesgos abyectos de la presente convivencia en sociedad, recurre forzadamente a la inclusión de artificiosos personajes como el del joven Thomas, quien irrumpe en el sórdido departamento de Charlie presentándose como misionero de la Iglesia Nueva Vida, enviado por Dios a salvarlo obrando de una manera cargosamente azucarada, si bien, resulta previsible desde el primer momento, el verdadero propósito de su intromisión quedará finalmente develado. E igual de rebuscadas son las inserciones políticas, supuestamente alusivas a la actualidad.
Para dar cuenta del aislamiento, de la soledad, de Charlie, Aronofsky no encontró mejor manera que apelar a una escena con aquel masturbándose frente a una película de porno gay hasta casi sufrir un paro cardiaco. Parecidas sutilezas abundan a lo largo de la trama dejando en duda si la idea es conmovernos solidariamente empatizando con el personaje o regodearnos con la morbosa descripción de la caída al vacío de ese ser que condensa todos los males de este tiempo. Las escenas en cuestión abren otra interrogante: ¿Aronofski manipula la repugnancia que el espectador posiblemente experimente, tratando, al mismo tiempo, que se sienta culpable por tal sensación? Si así fuera no estaría haciendo otra cosa sino instrumentar al colmo la ambigüedad que recorre todo el film.
Visualmente la fotografía de Matthew Libatique asiduo colaborador de Aronofsky, eligió, con el consentimiento de aquél, es obvio, una iluminación opaca y apagada, la cual sumada a la recurrencia al encuadre cuadrangular pretende enfatizar, superfluamente, la claustrofobia que envuelve, de principio a fin, la narración.
En cuanto a la banda sonora de Rob Simonsen su partitura también está infectada de la ampulosidad hueca impregnada por Aronofsky a su descenso hacia la demencia y las miserias que anidan en el espíritu de los sapiens, repitiendo y agravando las salidas de tono que ya estaban por demás en Madre! (2017), un tantito menos pretenciosa que La ballena, lo cual ya es mucho decir.
A Fraser le toca la empinada faena de transmitir sus pesares con la sola mirada y algunos gestos del rostro, tratando de no traspasar la delgada línea fronteriza que separa el dolor del patetismo. Lo consigue en buena medida, no obstante algunos momentos en los cuales, contagiado de las demasías del director, la atraviesa. Por añadidura debe competir con la casi perfecta personificación de Sadie Sink (Ellie) a pesar asimismo de ciertas escoriaciones hacia la sobreactuación, y con la redonda interpretación de Hong Chau (Liz).
El broche de ¿oro? (sustituya Ud. el término por otro o el adjetivo que guste) es un final sonrojante por la tosquedad, de ese guiño de fantasía, realismo mágico o vaya uno a saber a qué jugó Aronofsky en un cierre que solo subraya el sinsentido de este emprendimiento lastrado por sus excesos.
Texto: Pedro Susz K.
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