Energías & Negocios

Thursday 18 Apr 2024 | Actualizado a 10:38 AM

Cuando los bancos centrales apagan las luces largas

La probabilidad de que se produzca una recesión en EEUU se mueve entre un 45% y un 55%.

Por Carlos Balado

/ 3 de febrero de 2023 / 06:29

OPINIÓN

La inflación es un indicador de que los bancos centrales deben controlar y mantener estable. Sin embargo, son las expectativas y las decisiones de las personas las que juegan a favor o en contra de que el objetivo del banco central se pueda cumplir y de que la política monetaria se traslade a la economía real lo antes posible. Para ello, la credibilidad del banco central, es decir, el grado de confianza que sus anuncios despiertan en los agentes económicos se convierte en un concepto relevante, aunque es una cualidad difícil de cuantificar por el nivel de subjetividad que requiere.

Hay investigadores que consideran que la credibilidad de la autoridad monetaria se asienta sobre la transparencia, su independencia, la rendición de cuentas, una historia de honestidad, los resultados de la inflación pasada, la eficacia en la consecución de los objetivos de política monetaria anunciados, una buena gobernanza, el riesgo país y la deuda pública. Y también hay otros investigadores, como Cecchetti & Krause, que se basan en lo que denominan Índice de credibilidad, y, por tanto, afirman que esta es alta cuando las expectativas de inflación de los agentes son inferiores a la meta informada por el banco central; y en sentido contrario, afirman que no existe credibilidad cuando las expectativas superan el 20% de la meta que se haya anunciado. Si esto se aplica a la Reserva Federal, por ejemplo, el debate está servido.

Para tomar decisiones, los bancos centrales, y no solo ellos en los mercados financieros, manejan como instrumento para reducir la permanente incertidumbre que acompaña a cualquier decisión las probabilidades de que ocurran determinados hechos. Y, como sucede en casi todos los ámbitos, hay corrientes de opinión diferentes. En la enseñanza universitaria ha predominado la estadística frecuentista, o clásica, la más conocida y común. Un frecuentista no tiene en cuenta la información disponible previa a la adquisición de los datos y considera que las probabilidades solo tienen sentido en el ámbito de experimentos repetibles, de forma que cuanto mayor sea la muestra de una población, mejor se adecuarán las conclusiones a la realidad. Si se quiere saber si un equipo va a ganar un partido, se repite el partido 200 veces para ver qué media de resultados sale.

La hegemonía de esta teoría ha sido sustituida muy recientemente por la estadística bayesiana, a pesar de que data de 1767. Esta establece que la probabilidad final de un determinado suceso está condicionada tanto por la información previa de que se disponga, como por la información nueva que se incorpore al estudio que se realiza. En el ejemplo del partido, resulta más práctico tratar de hacer una inferencia teniendo en cuenta los resultados previos.

A la vista de las afirmaciones de los bancos centrales y de los principales analistas, el método bayesiano se ha impuesto. Por ejemplo, sobre los tipos de interés, el gobernador del Banco de España ha afirmado que: “El nivel de incertidumbre es tan alto que realmente es muy difícil lanzar un mensaje al mercado y a los ciudadanos sobre dónde estará el punto final; ni cuánto tiempo se va a mantener con posterioridad. Es más importante que actuemos y lo que hemos anunciado es que serán necesarios incrementos significativos en el futuro. El mensaje más importante es que todavía no hemos llegado al final”.

Acerca de la controversia inflación- recesión, el presidente de la Reserva federal, Jerome Powell, ha asegurado: “No creo que nadie sepa si vamos a tener una recesión o no, simplemente no se puede saber”, y ha añadido que las decisiones dependerán de los datos que vayan conociendo y se tomarán reunión a reunión. Es decir, que según como sea la reacción de los miembros de la Reserva Federal a la nueva información, se incrementarán o se reducirán los riesgos de una recesión. Por su parte, Lawrence Summers, presidente emérito de Harvard, cree que “no hay base para una predicción económica segura. Algunos de los argumentos más estridentes son también los más tontos”. Y una prestigiosa y muy estimada casa de análisis estadounidense sostiene que la probabilidad de que se produzca una recesión en los Estados Unidos se mueve entre un 45% y un 55%, como si lanzáramos una moneda al aire, cuando solo hace un año atribuía a este evento un 10%, la probabilidad más baja para una recesión desde 2012, cuando se le asignó un 30%. Estos mismos especialistas aseguran que ningún modelo es suficientemente creíble a la vista de los resultados pasados como para predecir lo que va a ocurrir y, sobre todo y más importante, el tiempo que tarda en producirse una recesión.

Por tanto, quizás por todo lo aprendido durante todos estos años de crisis en los que no se ha acertado, o por la influencia de investigadores que apelan al uso más cualitativo de la información, o porque una nueva ola de estadísticos bayesianos quiere romper con el pasado predominio de los clásicos, o bien para no ser responsable de una recesión de muy incierto desenlace, loa bancos centrales apagan la luz larga ante una densa niebla. En situaciones como las actuales, en las que como decía Dwight D. Eisenhower, “los planes son inútiles, pero la planificación es indispensable”, es básico dar a conocer la posición que se adopta, de lo contrario, siempre habrá personas que se apresurarán a llenar ese vacío, aunque sea con desinformación. No debe sorprender, por tanto, que en ausencia de información sobre qué se hará en caso de una recesión temporal, abunden los peores presagios y, en prevención, como ocurre en todo fenómeno dinámico en el que el comportamiento del sistema en determinado momento influye en su comportamiento futuro, los agentes económicos se preparen para trasladar los aumentos de los costes de financiación que produce la subida de los tipos de interés.

Es cierto que los bancos centrales están siendo muy claros a la hora de señalar las incertidumbres, pero si se deja que esas afirmaciones se carguen de una excesiva incertidumbre, como ocurre ya, cada quien buscará su propia salida.

También puede leer: El FMI pide a los bancos centrales resistir la tentación y actuar sin demora para controlar la inflación

Carlos Balado Profesor de OBS business school y director de Eurocofín.  

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Las empresas disfuncionales (y la renuncia silenciosa)

La distancia, a veces abismo, entre la realidad y la retórica genera un profundo sentimiento de desilusión profesional.

Carlos Balado

Por Carlos Balado

/ 30 de octubre de 2022 / 05:22

OPINIÓN

En un reciente informe elaborado por Microsoft se afirma que el 41% de los profesionales probablemente considerará dejar su trabajo este año; es la llamada gran renuncia. Pero entre aquéllos que no están en disposición de hacerlo por diferentes motivos (necesitan el sueldo, no pueden asumir el riesgo, etc.) se está produciendo una corriente de renuncia silenciosa, que es cuando el empleado decide hacer lo mínimo, sin excederse en horarios ni tareas, para no ser despedido.

Tanto la gran renuncia como el gran silencio es posible que tengan lugar en empresas e instituciones disfuncionales desde hace décadas. Ello explicaría por qué alrededor del 55% de los trabajadores británicos se siente excesivamente presionado, agotado o continuamente deprimido en su lugar de trabajo, y casi un 40% considera que su trabajo no aporta nada significativo al mundo en general. Una opinión que ya se conocía en 2015.

Los estudios realizados al respecto han encontrado que una organización empieza a ser disfuncional en sus ámbitos laboral y directivo cuando concurren al menos tres circunstancias de forma generalizada y comprobable. Tan solo una de ellas debería ser motivo de preocupación, pero la combinación de las tres puede ser letal.

La primera es la ausencia de espíritu crítico. Se trata de empresas en las que se asumen las reglas y rutinas sin cuestionarlas, solo para no causar problemas, de manera que hay asuntos que se quedan estancados y sobre los que nadie informa. Como ejemplo, un directivo con aspiraciones de crecer en una muy reconocida empresa, cuyo nombre no viene al caso, que sigue unas sencillas normas: hay que decirle al jefe lo que quiere oír incluso cuando éste solicita una crítica; si el jefe quiere que algo desaparezca, hay que hacerlo desaparecer; debes ser sensible a sus deseos, de manera que te puedas anticipar; no reportes a tu jefe lo que él no quiere que le reportes; estate preparado para cubrirle; haz lo que tu trabajo requiera y mantén la boca cerrada. En este contexto, hacer preguntas es una actividad peligrosa. Si las organizaciones ignoran las contradicciones, evitan el razonamiento reflexivo y dejan de plantear preguntas incómodas, comienzan a pasar por alto los problemas. Pero el autoengaño siempre termina mal.

Otra señal de organización disfuncional es la ausencia de justificación, y se produce cuando no se buscan las causas o razones por las que se toman las decisiones.

En esas empresas nadie se pregunta por qué se hacen las cosas ni tampoco se reciben explicaciones. La cultura empresarial predominante en estos casos es muy simple, aunque no sencilla: una regla es una regla y debe ser seguida, incluso aunque no esté claro si tiene sentido mantenerla. Aquellos asuntos que cuestionan las normas son desechados y las decisiones adoptadas se argumentan por razón del rango (el CEO lo quiere así, por ejemplo), por una convención establecida (siempre se ha hecho de esta forma) o por un tabú (nosotros no podríamos hacer nunca eso). Muy propio de empresas con este tipo de disfuncionalidad es implantar programas a partir de un conjunto de ideas generadas por el staff corporativo, consultores de negocio, académicos y otros colaboradores con la idea de mejorar las estructuras corporativas, ajustar el proceso de toma de decisiones, levantar la moral de los equipos y crear un lugar de trabajo más humano. Aunque estas medidas son muy valoradas por los equipos porque están impulsadas desde lo más alto, y no necesariamente buscando una posible mejora de la productividad, muchos directivos son escépticos en cuanto a su utilidad; algunos las consideran rituales sin efectos prácticos. Aun así, normalmente los directivos adoptan estos programas con entusiasmo, pero con el tiempo se van olvidando silenciosamente atrapados en la resistencia viscosa que existe en toda organización.

La tercera señal que indica que una empresa es disfuncional aparece cuando sus gestores dejan de preguntarse por las consecuencias de sus acciones y su significado y, en su lugar, se enfocan en los asuntos más operativos. Estas compañías carecen de razonamiento sustantivo y poseen una visión de túnel que las lleva a centrarse solo en cómo tienen que realizarse las cosas en lugar de plantearse si realmente deben o no hacerse. En definitiva, se trata de entornos en los que se sigue el juego a quienes toman las decisiones de manera teórica, para luego hacer lo contrario. Esta distancia, a veces abismo, entre la realidad y la retórica genera un profundo sentimiento de desilusión profesional que lleva a perder el sentido de compromiso con la organización. De ahí que sean muchos los que acaban por renunciar abiertamente o en modo silencioso, estado de ánimo que se va extendiendo en el interior de la empresa y se refleja hacia el exterior.

Hay que admitir que la mezcla de expertos enfocados solamente en lo suyo, gestores séniors miopes y trabajadores presos de la rutina puede servir para solucionar problemas a corto plazo, pero encierra un riesgo muy alto de generar problemas a largo plazo. Por eso es importante que a la hora de tomar decisiones dentro de una empresa no se escatime tiempo ni energía; que se consideren los aspectos problemáticos y se valore toda la información posible. Si se ejercen las capacidades reflexivas en todos los niveles, se solicitan y se reciben las razones de las decisiones tomadas y se trabaja siendo conscientes de las consecuencias de las decisiones adoptadas, las disfuncionalidades tenderán a desaparecer. Y, sobre todo, se evitará que la inteligencia de las personas que trabajan en las organizaciones y empresas tenga que ser camuflada para no perjudicarse a sí mismas.

Carlos Balado Profesor de OBS Business School y director general de Eurocofín.

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